Japón huele a nuez moscada y almendra. Japón suena a un ensordecedor ruido de cigarras que cantan en cada bosque por donde uno pasa.

 

La vida regala momentos, instantáneas que cada uno debe atesorar como si fueran las últimas y saborearlas despacio. Por eso, mientras estoy tomando un té en la terraza de un restaurante que mira al río Sumida en Tokio, he descubierto un país que me ha recordado maneras de actuar en la vida y que, a veces, olvidamos.

 

Japón me ha recordado que el hombre es más feliz mirándose hacia adentro. No hace falta tener un Dios en sí, sino creer en lo que uno hace y hacerlo con honestidad, justicia y honorabilidad. Para ellos ahí está Dios. Para ellos y para todos, independientemente de las creencias de cada uno, del respeto y admiración a mi Iglesia y a mi religión, el catolicismo.

 

Japón me ha recordado que uno se hace longevo casi sin querer mimando su cuerpo, cultivando su alimentación. No hace falta tanto deporte -está mal que yo lo escriba cuando amo el deporte y corro maratones- cuando el engranaje del cuerpo se cuida con una alimentación que, a su vez, mira al planeta. Esto último lo escribo para recordarme una y otra vez mi conciencia respecto a la pulcritud de los horarios de la alimentación. Lo digo porque, como buen periodista, hacemos del caos nuestro modo de vida. Sin embargo, eso nos aboca a la destrucción.

 

Japón me ha recordado el concepto, no del respeto sino al respeto. Me ha recordado que los gritos y la mala educación no son más que la representación de la ignorancia; de que guardar una fila y no saltársela equivale a ganarse un puesto más en el podio de la dignidad; de que sonreír y ayudar a los demás genera millones de endorfinas que ayudan a estar bien con nosotros mismos y, por lo tanto, con nuestros semejantes.

 

En muy pocos días este extraordinario país me ha recordado la lección que intento llevar a la práctica desde que nací. Pero es bueno de vez en cuando rememorar para que no se olvide ninguna parte del camino del ser humano.

 

No me extraña que fuera en Kioto donde se firmara el histórico acuerdo para cuidar del planeta y que también Japón y unos pocos países más lo hayan respetado. No me extraña no ver un papel tirado en las calles ni tampoco basureros. No hace falta. Cada uno tiene la conciencia de que es responsable de la basura que almacena y, por lo tanto, también conlleva la responsabilidad de deshacerse de ella de manera limpia y ortodoxa.

 

Los niños son felices; sonríen. Los adultos son amables. Sin hablar una palabra de inglés se desviven en ayudar. Los ancianos son pacientes hasta el paroxismo. Ven pasar la vida de una manera tranquila, sosegada, mientras escuchan el canto de las cigarras y miran a los templos admirándolos por la propia experiencia acumulada de los siglos.

 

En Japón todos reman en la misma dirección. No entienden los conceptos de la envidia o la mediocridad. Es lógico, de esa manera, que represente el tercer PIB más potente del mundo.

 

Y todo lo hacen con la discreción del silencio, como son ellos, pero con una sonrisa amable, una reverencia no solemne, sí cálida, entrañable, natural en el tiempo, en un espacio sin dimensión, porque ésa vive en cada una de las personas que conforman este maravilloso país que es Japón.

 

Me voy con el agradecimiento eterno de haber descubierto el País del Sol Naciente, degustando el último sorbo de té mientras veo la bahía de Tokio como enclavada en el futuro de un verano que llora en las noches de lluvia.

 

caem