La extensión de Israel es pequeña. No llega a 22 mil kilómetros cuadrados. De Haifa al Norte a la ciudad sureña de Eilat que colinda con Egipto, hay escasos 450 kilómetros.

 

Al Oeste tiene un inmenso mar lleno de enigmas e historia; el Mediterráneo, el Mare Nostrum, la ruta del comercio y de las batallas y, más allá, el vaso comunicante para llegar a mundos nuevos.

 

Al Norte, al Oeste, al Sur están sus vecinos. Todos son sus enemigos, no sus adversarios. Claro que unos lo son más que otros. Pero todos tienen un objetivo en común: acabar con el Estado de Israel.

 

Egipto no olvida las invasiones reiteradas y los vilipendios que sufrió. Jordania recuerda a los siete millones de palestinos refugiados que Israel expulsó y que jamás pudieron regresar. El Líbano guarda en su memoria, entre otras, la carnicería de Sabra y Chatila que, si bien no fue obra directa de Israel, tampoco hicieron nada para evitar una de las masacres más cruentas de los últimos 50 años.

 

La antigua Irak tampoco está desmemoriada cuando recuerda los castigos por el apoyo del tirano Saddam Hussein al pueblo palestino. Lo mismo que Siria, la cual se vio amenazada en multitud de ocasiones cuando permitía que por su tierra y su espacio aéreo pasara armamento para ayudar al Líbano y así atacar posiciones hebreas.

 

Pero de todos sus enemigos hay dos irreconciliables. El primero es Irán y el antiguo régimen de los ayatolás que vivieron únicamente en la obsesión de borrar del mapa a Israel. Por eso la Inteligencia israelí, con la ayuda de Estados Unidos, mide al milímetro cada paso que Irán da en su carrera nuclear. Claro que los persas son mucho más inteligentes que sus vecinos iraquíes, y sus laboratorios y construcciones nucleares se encuentran a muchos metros bajo tierra esparcidos por el vasto territorio iraní, lo que les hace mucho más indetectables. Y eso es inquietante para un Israel que puede llegar a ser vulnerable, aunque jamás lo demostrará.

 

El otro enemigo es, sin duda, Palestina. En la trágica diáspora que vivió tantas veces el pueblo judío, volvió a lo que consideraba su tierra en la que vivía el pueblo palestino.

 

Han pasado muchos años de aquello. Desde 1948 se han producido demasiadas guerras y rencores. Tantas como grupos terroristas se pueden contabilizar.

 

Al principio, la OLP y Al-Fatah, que se recondujeron hacia la vía política cuando vieron que no les quedaba más remedio; Hamás, la yihad islámica, los chiitas de Hezbolá, las Brigadas de los mártires de Al-Aqsa o algunas ramificaciones de Al- Qaeda, que tiene sus laboratorios para experimentar los atentados que luego comete en Occidente en diversos puntos de Israel, son algunos de sus potenciales enemigos.

 

Las víctimas de inocentes palestinos y judíos se cuentan por miles. Las incursiones del Ejército hebreo en ciudades como Hebrón o la Franja de Gaza han resultado extremas; como desproporcionados fueron la infinidad de atentados de grupos terroristas en contra de Israel.

 

Y es que esta tierra vive sobre un volcán donde quiere explotar un magma de ideas, idearios, religiones atávicas y sentimientos contrapuestos. Por eso el volcán explotará una y otra vez, y no parará de hacerlo nunca hasta que la negociación de verdad -lo que conlleva pérdidas y concesiones inexorables- sea lo suficientemente seria y generosa por todas las partes.

 

Jerusalén, esta Ciudad Santa donde me encuentro y donde debería respirar serenidad, es un polvorín, más ahora que Donaldo Trump ha tenido la feliz idea de reconocer a esta metrópoli como la capital del Estado de Israel.

 

Hasta ahora, jamás en la historia se ha resuelto el problema. Dudo mucho que ahora ocurra. Todavía no hay políticos con esas visiones.

 

 

 

*edición impresa 24 Horas

 

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