Ayer leí en Excélsior un amplio reportaje cuyo titular decía: “Crece la sed de vender. Consumo de agua embotellada, negocio redondo en México. Mientras en otras partes del mundo a este tipo de productos se les critica y prohíbe, en nuestro país el consumo ha aumentado 51.6% en cinco años”.

 

De acuerdo a la nota periodística, el negocio del agua embotellada vale poco más de nueve mil millones de dólares, producto de que 63% del agua que se consume en México es de garrafón.

 

En realidad no sorprende el crecimiento como la espuma de un negocio, como el del agua embotellada, que se finca en las graves deficiencias en el abasto y calidad de agua “potable” que distribuyen la gran mayoría de los municipios a sus pobladores. Como muestra la propia estadística, en nuestro país se ha vuelto costumbre que en la mayor parte de los hogares se adquiera y consuma agua de garrafón, a pesar de pagar por el servicio de agua municipal.

 

Pero no es el único caso en el que los ciudadanos pagan, por partida doble, los bienes y servicios públicos. Siguiendo con el caso del agua, ya nos hemos acostumbrado a ver el paisaje de nuestras ciudades con miles de viviendas, nuevas y usadas, que lucen en sus techos un gran tinaco de agua -conectado a una cisterna- por la sencilla razón de un deficiente servicio de distribución de agua que no tiene la presión suficiente como para llevar el líquido hasta las llaves instaladas en viviendas de un solo nivel.

 

Lo mismo ocurre con los pagos por el servicio de vigilancia privada que deben contratar los ciudadanos -y no me refiero a los residentes de las Lomas en la Ciudad de México- que viven en modestos condominios de las colonias populares o de las clases medias, porque la seguridad pública que deben brindar los gobiernos municipales o estatales brillan por su ausencia, por su ineficacia, o, lo que es peor, por su corrupción.

 

Y qué me dice de la inversión que hay que hacer en comprar reguladores eléctricos para proteger los aparatos electrodomésticos y computadoras que se tienen en casa, debido al deficiente servicio eléctrico que provee la Comisión Federal de Electricidad a pesar de su alto costo.

 

Estos y otros más son los “impuestos ocultos” que pagan los ciudadanos por servicios y bienes públicos de mala calidad y que deben ser contratados o adquiridos por los ciudadanos por partida doble.

 

¿Cuánto impactan estos “impuestos ocultos” en los presupuestos familiares y cuál es la merma que provoca en el poder adquisitivo de las familias? ¿Cuánto nos cuesta -adicionalmente a los impuestos y tarifas que pagamos- la ineficiencia del Estado para proveer los servicios y bienes que ofrece?

 

Comprar agua embotellada para tomar en casa o reguladores para cada aparato electrodoméstico que poseemos, parece ser ya una “costumbre” -o indiferencia tal vez- que nos impide cuestionar la calidad de los servicios que le pagamos al Estado.

 

Son los impuestos ocultos que pagamos los ciudadanos, derivados de un ejercicio de ciudadanía y de una democracia de baja calidad.

 

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