El presidente Enrique Peña Nieto anunció hace unos días que durante su gobierno se invertirán cuatro billones de pesos en infraestructura desde los sectores público y privado. Pero el monto podría elevarse aún más, dijo el Presidente. Y es que el equivalente a 320 mil millones de dólares de inversiones crecería si se concreta una reforma hacendaria que recaude más y que, por lo tanto, destine nuevos recursos a éstos y a otros proyectos.

 

El país se encuentra francamente rezagado en su competitividad internacional en materia de infraestructuras del transporte, de energía y de telecomunicaciones. Según el Foro Económico Mundial, México se coloca en el lugar 68 de 144 países evaluados a través del Índice de Competitividad de Infraestructura 2012-2013. Así que aunque estos montos de inversión anunciados nos parezcan gigantescos, México requerirá de mayores cantidades de inversión para cerrar la brecha competitiva que tiene en este renglón y así convertirse en una plataforma logística ventajosa para los sectores productivos.

 

Pero el asunto con la infraestructura no sólo es poner cantidades multimillonarias de inversión sobre la mesa, sino de ganancias efectivas en competitividad para la economía de las familias y de las regiones. Se trata de que estas inversiones millonarias estén articuladas en un plan maestro de desarrollo de largo plazo que apuntale la conectividad, las ventajas geográficas, la ubicación de los centros industriales, el desarrollo técnico-científico, la producción de materias primas, la mano de obra disponible y los desarrollos urbanos.

 

Sin un plan integral, muchos de esos miles de millones de pesos del presupuesto público destinados a inversiones se convertirán en “elefantes blancos” o en proyectos que sólo van tras una rentabilidad política de corto plazo.

 

Por ejemplo, llama la atención que, por décadas, los gobiernos no hayan alentado agresivamente la inversión en infraestructura para el transporte aéreo o de ferrocarriles cuando México tiene un territorio que invita a ello. Con casi dos millones de kilómetros cuadrados de territorio, con enormes zonas selváticas en el sur y de desiertos en el norte; con grandes cadenas montañosas al occidente y al oriente del territorio que saturan la geografía nacional con picos, mesetas y valles; con grandes distancias que separan a las mayores concentraciones de población, y con más de 11 mil kilómetros de litorales continentales; podría pensarse que los mexicanos nos transportamos mayoritariamente por vía aérea o por trenes; y que las mercancías van de un extremo a otro del territorio por barcos o en trenes de carga.

 

Pero no es así. Sólo 2.5% de los pasajeros en México se traslada en avión y 1.2% lo hace en tren. De los tres mil 397 millones de pasajeros que anualmente se transportan en México, 96% (tres mil 264 millones) lo hacen por carreteras. Contra toda lógica económica, geográfica y logística, los gobiernos en México se han empeñado históricamente en hacer de las carreteras la reina del transporte.

 

Lo preocupante es que el plan de infraestructura del transporte que presentó Peña Nieto hace unos días no parece tener la intención de modificar sustancialmente esta situación hacia el futuro. De los 581 mil 770 millones de pesos estimados para proyectos de infraestructura y transporte, 66% (386 mil 255 millones) está destinado a mantenimiento y construcción de caminos y carreteras. Sólo 13.2% (76 mil 974 millones) se destinará a vías para trenes de pasajeros y carga; y 6% (35 mil 036 millones) a modernizar aeropuertos. Así que -a pesar de la “resurrección” de tres nuevos proyectos de trenes de pasajeros- no se espera un cambio estructural en la infraestructura del transporte; y aún habrá que ver si la elección de estos proyectos ferroviarios responde efectivamente a un plan estratégico de largo plazo o a motivaciones de índole política.