Carles Puigdemont va de numerito en numerito, y la verdad es que, cuando parece que lo último que ha realizado es insuperable, hace un malabarismo que supera al anterior.

 

Primero convocó un referéndum que era ilegal. En esa “consulta” hubo gente que votó muchas veces, otros que llevaron varias boletas desde sus casas. Unos más que portaron urnas enteras a los colegios electorales. Y lo más paradójico: no había un mínimo censo que fuera serio.

 

Días más tarde salieron los resultados. Evidentemente el sí, a favor de la independencia, fue abrumador. Tanto que los propios observadores internacionales invitados por el Gobierno “independentista” de Puigdemont no reconocieron el resultado de aquel teatro.

 

Pero Puigdemont iba alimentando el independentismo y, sobre todo, engordaba el sentimiento de todos aquellos que –legítimamente- ansiaban separarse de España.

 

Entonces, días después, en un driblaje que les salió mal, cambió la independencia por unas elecciones autonómicas. Sin embargo, enseguida volvió de nuevo a la idea de la independencia. Se trataba de una ambigüedad que ni él entendía. Ahora sí, ahora no; ahora no, ahora sí. El independentismo catalán estaba desconcertado hasta que finalmente Puigdemont, en un acto impulsivo, se escoró hacia la independencia.

 

El 27 de octubre pasado declaró la independencia de un nuevo país, la República Catalana. Se trataba de un país imaginario con una independencia onírica. Él sabía que no era posible, pero siguió jugando con el sentimiento de muchos catalanes que querían ser independientes. Eso no lo discuto, al contrario. Respeto a todos aquellos que se quieren separar de España. Lo que pido es que se haga dentro del marco legal.

 

Y entonces finalmente declaró su “República”. Y una vez que lo hizo se fue a Bruselas, sin que nadie lo supiera porque allí la justicia es mucho más laxa, escudriñándose en ser un exiliado –aunque no lo dijo así-. Y siguió jugando con los sentimientos de la gente, mientras los dejaba con sus sueños y él se marchaba a otro país.

 

Llegado a este punto, no es justo que Puigdemont haya realizado todos estos actos valiéndose de los sentimientos de muchas personas que abrazaban una idea real de independencia.

 

Ahora Puigdemont hace un símil con la separación que Eslovenia hizo con respecto a la antigua Yugoslavia. Lo que no entiende este señor que dice ser Presidente catalán en el exilio, es que Eslovenia y el resto de las Repúblicas de la antigua Yugoslavia se separaron por la dictadura comunista del Mariscal Tito y en España nuestra democracia es una de las más desarrolladas del mundo occidental.

 

Y otra cosa más. La antigua Yugoslavia tuvo menos de 100 años de vida. España lleva unida desde el 2 de enero de 1492. Eso también hace la diferencia.

 

Mientras tanto Puigdemont sigue agazapado en un lugar de Bélgica. Bueno, eso parece, aunque ya de él me creo cualquier cosa. A lo mejor alguien lo ha visto por Tepito. Vaya usted a saber.