Si la obsesión por la imagen personal es la mejor aliada de la tecnología, las selfies son los mejores aliados del ser humano.

 

El espacio artístico del Cory Allen Contemporary Art de Sant Petersburg en Florida mostrará las selfies de Jennifer Lawrence y Kate Upton, desnudas, para ilustrar el ornamento esteticista de la época. El título de la exposición será “No delete” y muy pronto, probablemente, Jennifer Lawrence, competirá con la Mona Lisa. (El gobierno francés evalúa rematar la obra de Leonardo da Vinci en mil millones de euros para cubrir el 50% de la deuda.)

 

En efecto, borrar la memoria cibernética no tiene sentido para la iCloud. La acumulación de imágenes es un nuevo tipo de riqueza aspiracional. En ellas se transfiere un mensaje: toda actividad humana puede ser compartida a través de las redes sociales. Si se trata de intimidad, también.

 

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Los derechos de autor se han convertido en charlas de autor. La tecnología es una especie de ente supranacional, no sabe de leyes. “Compartimos nuestros secretos con la tecnología. Y cuando lo hacemos, nuestra privacidad se hace accesible a los demás”; lo dijo XVALA, el artista anónimo que se encargará de curar la colección Fear Google (www.20minutos.com.mx). Adiós al Big Brother orwelliano. Ya se había hablado demasiado sobre su papel en los regímenes autoritarios. Ahora, desde cualquier ángulo lúdico de la cotidianidad la sociedad aporta, y con sobrado entusiasmo, la información que sea necesaria; las fotografías con mayor impacto tendrán el mayor número de retuits. Lo importante es demostrarse a sí mismo la propia existencia. No es redundancia cuando de selfies hablamos.

 

En el aburrimiento de la sociedad oclocrática existe el tiempo suficiente para soñar que las modas son controlables; que las tendencias se subordinan a la voz que ingresa a los iPhone 6 Plus y iPhone 6; que los relojes (AppleWatch) mejorarán la calidad alimenticia de los humanos; que la felicidad tiene forma de manzana. De un tiempo a la fecha, el ánimo tiene su origen en la tecnología; el ser humano se cotiza a la baja en el mercado de la cotidianidad.

 

Es entendible la confusión simulada, ante los medios, de Lawrence y Upton, sin embargo, la tendencia revela que la publicación de sus fotos, sin permiso alguno debido a que se trató de un robo realizado por un hacker, es algo normal.

 

Miley Cyrus es el nombre de un performance permanente, o si se prefiere, una selfie de tiempo completo. Los creadores de dicha marca pueden ser Jeff Koons o Damien Hirst; la evolución de Disney devalúa al arte en nuestro siglo. Cyrus es contratada por la Semana de la Moda en Nueva York y asiste en topless con un par de sugerentes minicucuruchos para decirle al mundo que “la moda soy yo”. Un buen día, Cyrus se percató que MTV le quedaba chico; que lo mejor era salir de la pantalla para conquistar al mundo.

 

Que no se pongan pesadas Lawrence y Upton, diría Cyrus; que no sean amargadas, dirían los operadores de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Apple no tiene la culpa, diría Tim Cook, el hombre que intenta mimetizar las obras de Steve Jobs. Se trata de la normalidad de las selfies. Que dejen tranquilos a los paparazzi tecnológicos, a los hackers. Insisto, que Lawrence no se ponga pesada con aquello del derecho de imagen. Ahora, intenta demandar a un pornógrafo de la web por el uso de su foto proveniente del iCloud. Lawrence tiene que comprender que en toda oclocracia cibernética, todo lo que corre en la red es de todos.

 

El llamado derecho al olvido que tanto promociona el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, y que no es otra cosa que prohibirle a Google que siempre se lleve las manos a los oídos cuando un pobre ciudadano le solicita un borrado de imagen, terminará por ser suprimido, al menos entre las figuras del mainstream. ¿Cómo comprender el sufrimiento que embarga al hacker Christopher Cheney, quien en la prehistoria, se robó y divulgó su trofeo: fotografías de Scarlett Johansson?

 

Si a Cheney le propinaron la pena de 10 años de cárcel, a quien haya bajado de la nube fotografías de 100 celebridades, tendrá que arrodillarse y trasladarse a la Basílica de Guadalupe para que el FBI no lo ubique, de lo contrario, tendrá que ingresar a la novela de Saramago, Las intermitencias de la muerte, para sobrevivir a los mil años de purga fotográfica.

 

Anteriormente en los museos se refugiaban ornamentos esteticistas de elevado valor, ahora, el valor se encuentra en las selfies, el yo-arte. De ahí que lo mejor para Jennifer Lawrence es que no se ponga pesada porque ya es más famosa que la Mona Lisa.