La avenida Champs Elysées de París se había convertido hacia finales del siglo pasado en la sección de duty free del aeropuerto catarí pero con un ornamento estético pseudo haussmanniano; extraña atmósfera donde el turista se regodeaba al dirigir su lente fotográfico hacia tiendas de souvenir como la del equipo árabe francés Paris Saint-Germain. Ahora, sobre la avenida se pueden encontrar cadenas de falsas pizzerías o cafés intervenidos por falsos ornamentos art-déco. El crecimiento logarítmico en el consumo de selfies ha obligado a los dueños de cadenas de fast-food a inventar una estética vegasiana donde la luminosidad led emociona al peatón.

 

En efecto, la creación de parques temáticos embona con las aspiraciones de los turistas que recorren el mundo en busca de consumir y posteriormente presumir experiencias de librito. Nunca se sabrá qué fue primero, si las ansias horteras de cumplir con las listas de lugares propuestas por guías turísticas o el marketing popular donde la suma del consumo de la nada arroja una resultante de eterno valor.

 

La segmentación de los parques temáticos empotrados en París refleja al amplio espectro demográfico de la sociedad. Si alguien elige la ruta Prada puede recorrer el triángulo Montaigne/Saint Honoré/Grenelle pero si el turista quiere que Prada se pinte de fast-food puede evitar la molestia de subir a los autocares y encontrar una tienda inorgánica junto al Louvre.

 

¿A qué viene toda esta historia de marketing de pacotilla?

 

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Desde los atentados en contra de los creadores satíricos del hebdomadario Charlie a la fecha hemos visto que choques culturales se potencian al igual que las páginas de análisis en periódicos como Le Monde o Libération. ¿Qué nos está pasando?

 

Bajo la escenografía de horror patrocinada por el Estado Islámico, el 20 de enero Manuel Valls confesó, desde su visión de ministro del Interior, que Francia es víctima del “apartheid territorial, social y étnico”. Valls también recordó que fue el 2005 cuando se aceleró el proceso después de la muerte de un joven electrocutado tras una intensa persecución policiaca en el barrio Clichy-sous-bois. Esa noche fueron incinerados 500 coches en París.

 

Diez años después los ataques no cesan; por el contrario, se desdoblan y se proyectan desde un califato lejano por órdenes de Alá. La cartografía de París ha cambiado porque el mercado laboral ha colapsado.

 

Es decir, lo que no mencionó Manuel Valls son las otras de las externalidades del apartheid; la ruta Prada demuestra que la varianza en el ingreso per cápita es enorme día a día sin necesidad de que Thomas Piketty nos lo demuestre literariamente. Algo más, el califato promovido por Abu Bakr al-Baghdadi tiene a sus pies a un enorme mercado europeo económicamente derrotado por la reciente crisis; en él también se ha incubado el odio hacia la red occidental.

 

La identidad de millones de personas no puede converger en la calle Montaigne, una especie de pasarela de las marcas de mayor valor-real-aspiracional (aunque la sociedad las adquiera de manera pirata) ni tampoco en la catedral de Notre Dame.

 

La religión (cultura) y la economía son dos fronteras en el París soñado por Marine Le Pen. Y lo sueña el Frente Nacional porque el choque de civilizaciones es el único escenario que llevaría a la presidencia a sus agremiados.

 

Ayer, el presidente Obama declaró que los terroristas eligen el escenario de la guerra con Occidente para optimizar su promoción de venta de odio. Si fuera así entonces tendríamos que considerar a Marine Le Pen como una terrorista sin armas.

 

En efecto, el apartheid del marketing responde a las varianzas en el ingreso per cápita, el principal detonante del choque entre civilizaciones que convergen en ciudades cosmopolitas como Londres, París o Nueva York. En el apartheid del marketing subyacen los rasgos de identidad de la sociedad del siglo XXI.

 

Pocos escucharon las palabras de Valls sobre el apartheid. Son aterradoras como manipuladoras. Los franceses han perdido al Partido Socialista y para muestra, lo sucedido en días pasados cuando desde la Asamblea, los congresistas socialistas chocaron entre ellos por el programa liberalizador del ministro de Economía Macron. No les queda otra que salir a comer pizza a Champs Elysées.