La diplomacia mexicana está enraizada en la visión etnocéntrica del siglo pasado; versión del nacionalismo incubado en la revolución. Tiempos en los que la soberanía viajaba sobre la estela de la excursión estadunidense al bosque de Chapultepec del siglo XIX.

 

Al famoso Servicio Exterior Mexicano (SEM) llegaban personajes diabólicos que se sumergían en un mundo raro, el diplomático. Mosaico cultural con el que se demostraba la existencia de un mundo “raro”, pero distinto al mexicano. En efecto, entre las externalidades negativas de la revolución destacó la idea de que “como México no hay dos”; México terminaba por convertirse en un planeta ubicado entre Venus y Tierra.

 

Cuando el jamaicón (José Villegas Tavares, jugador del equipo de futbol más nacionalista –y hoy retrógrado– de México, el Guadalajara; y yo soy Chiva) viajó a Europa, lo primero que consumió fue un Kleenex. Y lo hizo embargado por la doble nostalgia característica en el ADN posrevolucionario: la comida y la familia.

 

Bajo el entorno de la Guerra Fría lo recomendable era nutrir al nacionalismo (mexicano) a través de la sustitución de importaciones, porque el Estado mexicano podía fabricar televisiones, cajas de herramientas y bicicletas.

 

La camada burocrática en el diseño laberíntico del SEM en el siglo XXI se embona con vestigios del XX. Hoy todos los funcionarios públicos, desde la Sedesol hasta los de Reforma Agraria pasando por Telecomunicaciones y Transportes, deberían de estudiar los rasgos y materias de la época transcultural.

 

Conocer a Octavio Paz, los rasgos de las culturas precolombinas, el derecho marítimo o idiomas como el francés o mandarín no tendrían que ser las vacunas que curan el etnocentrismo. Por el contrario, en su conjunto, tendrían que ser aplicadas a todo burócrata. La segunda piel. Pero no. El llamado “viejo PRI” y ahora Morena representan a institutos políticos fuera de la globalización. Jugadores defensivos.

 

La visión prehistórica de un segmento importante de diplomáticos, hoy, certifica que a México le gusta jugar a la defensiva. No apuesta por ser ofensivo. Meter goles. Ser jugador toral de la geopolítica.

 

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El SEM ha sido rebasado por el tiempo; lo que fue una virtud (en el siglo pasado) hoy es un rasgo obligatorio. La transcultura no deja materias optativas sobre la geopolítica actual. Existen embajadores reacios a instrumentalizar los esfuerzos que sobre diplomacia pública realiza el secretario José Antonio Meade.

 

El ejemplo más revelador es el de las redes sociales. Más de un embajador rechazó la idea de abrir cuatro cuentas en redes sociales: en Twitter y Facebook. En cada una de ellas, una cuenta personal y otra institucional. “Tengo muchos enemigos”, comentó una embajadora al explicarle los objetivos del programa.

 

La verdad es que el fenómeno se extrapola al corazón de la sociedad mexicana. Por ejemplo, los periódicos. Convertidas en secciones de “fotonotas” y breves, las páginas se asemejan a postales.

 

Otro ejemplo es la clase política. Escasos análisis comparados. Vacíos en contextos globales que podrían enriquecer el debate. El tema de la migración, hoy es crisis global.

 

En una semana han llegado a Grecia más de 20 mil inmigrantes. El tema lo trae Donald Trump en su agenda. Otro tema es el pacto que logró Estados Unidos con China en materia de emisión de gases tóxicos. Poco se habló en México. Y mucho menos sobre el logrado entre Estados Unidos, Rusia y cuatro países más con Irán en materia nuclear.

 

Y luego, los prehistóricos se preguntan por qué razón llegará Miguel Basáñez a la embajada en Washington.