Manuel Valls se quedó a la mitad del río, como suele pasar a quienes ejercitan ocurrencias frente al micrófono. Unas horas después de que Yasin Salhi decapitara a su jefe y que empotrara un coche en una fábrica de gas a pocos kilómetros de Lyon, Francia, el primer ministro galo afirmó a Le Monde y Europe1 que su país enfrenta una guerra de civilizaciones, aunque segundos después intentó recular al decir que Francia no mantiene una guerra contra el islam porque “en el seno del islam; de un lado, un islam con valores humanistas, universales, y del otro, un islamismo oscurantista y totalitario que quiere imponer su visión a la sociedad” (Le Monde, 29 de junio).

 

Quizá la frase apropiada que embona con lo dicho por Valls sería: “medio choque de civilizaciones” o quizá: “un octavo de choque de civilizaciones”.

 

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El fanatismo termina siendo una religión, la del dios de la ignorancia. Extrapolar a los islamistas a las arenas en las que se mueven grupos armados es demencial. Si el Estado Islámico intenta revivir el califato devastado por los mongoles hacia 1250, y lo hace mediante una narrativa fanática y con armas proporcionadas por Arabia Saudita, Kuwait y Catar, es porque varias naciones de Oriente Próximo son estados fallidos. Si en Irak los kurdos no quisieran independizarse porque ya están hartos de las batallas entre chiitas y sunitas; si en Siria gobernara un presidente y no un déspota; si Libia tuviera gobierno, y si Yemen no fuera un campo de batalla para iraníes y árabes saudíes, entonces no estaríamos hablando del día de campo que vive el Estado Islámico.

 

Sin embargo, Manuel Valls eludió el matiz para sonar tremendista y con ello cumplir con los protocolos post ataques terroristas. Tres ataques en tres continentes y casi de manera simultánea ameritaban una reacción meditada.

 

Pero ¿en qué pensó Valls para emular lo que Samuel Huntington escribió en Foreign Affairs en 1993? La tesis de Huntington, grosso modo, es que Occidente está rodeada de enemigos desde el punto de vista cultural. Y, por lo tanto, son peligrosos. Un presidente que siguió sus pautas fue George W. Bush, quien interpretó el ataque terrorista del 11 de septiembre como un auténtico choque de civilizaciones.

 

En Francia, Nicolas Sarkozy también analizó el tablero global de esa manera. Sin embargo, al hablar de cultura, Huntington no tomó en cuenta, por ejemplo, que estudiantes chinos, durante la década de los noventa, salían a las calles para manifestar su repudio en contra de la política económica de Washington, pero lo hacían, muchos, con camisetas deportivas de los Lakers o Chicago. De este equipo idolatraban a Jordan, la máxima figura, como si se tratara de un jugador chino. Hoy, algunos políticos chinos no esconden su afición por series de televisión estadunidenses, por ejemplo House of cards.

 

En la actualidad, en varios videos y fotografías sobre manifestaciones de apoyo al Estado Islámico, podemos encontrarnos con adolescentes ataviados con camisetas del equipo de futbol Barcelona.

 

La lectura de Huntington en el 2015 levanta polémica porque en su hipótesis subyace la idea de las guerras preventivas (Bush) y permanentes; también la visión de varios planetas en el interior de la Tierra. Un mundo poblado por prehistóricos personajes globalifílicos.

 

La realidad es que nos encontramos en un proceso transglobal, donde los rasgos culturales permean sobre otros rasgos culturales. Sí, existen intolerancias, y qué bueno, sobre violaciones de equidad de género. Quién puede defender la visión que tienen los del Estado Islámico sobre el papel de la mujer o sobre el “buen comportamiento religioso”.

 

¿Será que a Valls no le agrada que cuatro millones de islamistas vivan en Francia, cohabitando con “otra” civilización?