Como si se tratara de descargar aplicaciones en la tableta o en el teléfono, o inclusive desinstalarlas, el nuevo gobierno de Cataluña decidió desconectarse de la Constitución española.

 

Carles Puigdemont, el nuevo e improvisado presidente (le avisaron 24 horas antes de su investidura que él se convertiría en mandatario de la Autonomía) omitió hacer referencias a la Constitución y al rey durante su juramento. Puigdemont se limitó a prometer el cumplimiento de sus obligaciones del cargo con “fidelidad a la voluntad del pueblo de Catalunya”.

 

El artículo 108.8 de la ley orgánica del Régimen Electoral General hace referencia a que “en el momento de tomar posesión y para adquirir la plena condición de sus cargos, los candidatos electos deben jurar o prometer acatamiento a la Constitución, así como cumplir los demás requisitos previstos en las leyes o reglamentos respectivos”.

 

La presidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell, envió un correo electrónico a Felipe VI para invitarlo a la toma de posesión de Puigdemont. El rey no fue.

 

El presidente en funciones Rajoy (hay que recordar que el PP no tuvo la mayoría absoluta en las elecciones del 20 de diciembre, de ahí que Rajoy sea presidente en funciones mientras espera si puede o no conformar alianzas, de lo contrario habrá nueva jornada electoral) ya avisó que no se reunirá con Puigdemont. Es decir, formalmente Cataluña se ha desconectado de la arquitectura legal española. Se queda aislada.

 

El escenario más insólito es el que impera hoy en Cataluña. Se trata de la antesala de la independencia sin contar con la mayoría de votos de los ciudadanos catalanes pero con la mayoría absoluta del Parlamento. Confusión y decepción para unos. Ilusión y esperanza para otros. Cuarenta años atrás este escenario sería prebélico porque hoy los políticos independentistas se encuentran procesando una insurrección. Es una revuelta semántica en contra del anémico presidente español, Mariano Rajoy.

 

Artur Mas entregó su alma pero no su cabeza a la Candidatura de Unidad Popular (CUP) durante la construcción de una ingeniería política antinatural con el único objetivo de evitar nuevas elecciones en las que su partido, Convergencia Democrática de Catalunya (CDC), hubiera recibido la peor humillación a manos de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y de Podemos.

 

A pocos minutos de que Artur Mas se convirtiera en mármol del panteón político cedió ante la CUP. No se convirtió en presidente de Cataluña bajo la condición de imponer a quien él quisiera (Carles Puigdemont). El pacto caricaturesco impuso el transfuguismo: dos de los diputados de la CUP pasaron a formar parte de la alianza Junts pel sí (CDC y ERC), es decir, de la aguerrida CUP anticapitalista y antieuropeísta para no afectar a la aritmética del control del Parlamento.

 

Desde que la presidenta del Parlamento lanzó un “viva la república catalana” durante la instauración del nuevo Parlamento el pasado 26 de octubre, el estatus político de Cataluña era otro.

 

Se puede entender el estado de ánimo de dos millones de catalanes que al votar por Junts pel sí estaban votando por la independencia y/o contra la política indolente de Mariano Rajoy. Sin embargo, es una enorme irresponsabilidad que un puñado de políticos traduzcan el 48% de los votos en una clara victoria de los independentistas. Así no.

 

Vendrá una época muy conflictiva en España porque los nacionalismos catalán y español se enfrentarán. La prueba es que hoy el PP, PSOE y Ciudadanos tienen en sus agendas “la unidad de España”. Rajoy intentará aprovechar el momento para solidificar la alianza durante las votaciones de su investidura. El PSOE ha dicho que no votará a favor de Rajoy. Vendrán nuevas elecciones cuyas campañas electorales se reducirán al tema de los nacionalismos. Y sabemos que cuando eso sucede, se altera la inteligencia.