A finales de los setenta, como parte de las lecturas obligadas para estudiantes de periodismo, había que leer algunos libros de reporteros insignes: el famoso “Enviado Especial” de Hemingway, con sus reportajes de la Guerra Civil española para su periódico, el Toronto Star.

 

Estaba “Entrevistas con la historia” de Oriana Fallacci en donde daba muestras de carácter e inteligencia, a pesar de su ideología. Había lo de Marshall MacLuhan, el canadiense que inventó lo de “El medio es el mensaje”… y, claro, entre otros, los dos enormes tomos de reportajes de Gabriel García Márquez, que era la recopilación de sus notas y reportajes, en letra pulguita y en papel verdaderamente corriente.

 

El periodista ya era escritor y había publicado La Hojarasca y Cien años de soledad, que había vendido miles de ejemplares en apenas unos cuantos años. Como periodista, a la lectura de sus textos, la mayoría no eran cosa del otro mundo: acaso sí el compromiso con la verdad y el lenguaje conciso, preciso, directo, sin adjetivos y sin coqueteos con el gerundio. Nadamás.

 

Muchos de los contenidos eran de circunstancia y si no conocíamos el contexto pues nada, no nos enterábamos de nada… Otros, si, eran ejemplo de reportaje en donde el periodista transmitía lo que había visto, olfateado, escuchado… y tal, brindándonos información y emoción: cinco sentidos bien dispuestos para este género periodístico. La imaginación, ‘la loca de la casa’, que se dice, estaba fuera de estas páginas. El periodismo de información no le permite el acceso.

 

Gabriel García Márquez fue un periodista hecho en la talacha diaria y, por lo mismo, a veces apresurado y de tiempo en tiempo con faltas de ortografía. Él lo sabía y de ahí que muchos años después, en Zacatecas hiciera la defensa de la mala ortografía… o, mejor, de la libertad para escribir como a uno se le venga en gana, sin reglas de por medio.

 

Siempre supimos una cosa: su obra literaria tenía una gran conexión con el periodismo. Y visto de una manera profesional, su obra es un reportaje: el reportaje de su vida y de los hombres y mujeres que le rodearon y en los que descubrió potencialidades universales.

 

Ahí está su abuelo, aquel militar que estaría en Cien años de soledad; o su tío, aquel que lo llevó a conocer el hielo una tarde, en las heladeras de la United Fruit Company y que da origen al arranque inolvidable de su obra cumbre… ¿Y qué tal las putas tristes? ¿Y qué tal el coronel –su abuelo- que no tenía quien le escribiera?

 

¿Y qué tal cuando escuchó en México las batallas siempre perdidas del general Sostenes Rocha? ¿Y qué tal esas piedras enormes como huevos de dinosaurio en los ríos colombianos, como en los mexicanos?… ¿Y qué tal el amor-pasión que es enjambre de abejas? Todo está ahí: él lo había visto: él lo había vivido, para poderlo contar.

 

García Márquez, periodista se libro del yugo y dio rienda suelta a la imaginación. Y construyó una aldea de ilusión-pasión-locura-delirio-: la aldea de todos los hombres y mujeres de América Latina: “Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia; mariposas amarillas que vuelan liberadas…”

 

Así que aquel joven periodista que de joven quiso ser escritor, encontró en el laberinto de las redacciones y de la calle y del block y la pluma y las carreras interminables para estar antes del “cierre” de edición, ese mundo de la realidad para reconstruirla y otra realidad latinoamericana.

 

Y resumió en su obra a Juan Rulfo en Comala; a Miguel Ángel Asturias (Guatemala), Arturo Uslar Pietri (Venezuela) y aun Alejo Carpentier (Cuba) en su real maravilloso… Las historias de los pueblos son realismo mágico y sus exponentes aquellos que vieron lo nunca visto y quienes escucharon lo inimaginable.

 

No era un hombre perfecto. Sí un escritor perfecto. Cosas diferentes, a saber. No existen los hombres o mujeres perfectos, y si los hay no pertenecen a esta realidad: sí a la magia. En contraposición, existen los escritores perfectos o muy próximos a la perfección: Goethe, Thomas Mann, Cervantes, Tolstoi, Chejov, Proust, Faulkner, Rulfo, García Márquez…

 

Hoy comienzan a achacarle vaivenes ideológicos-políticos. Siempre simpatizó con el régimen cubano. Nunca lo negó. Es de hombres la firmeza. ¿Que el PRI mexicano lo envolvió? Quizá. No importa. Que era vanidoso… ¿y por qué no? tenía piernas de jinete y muchos libros buenos, para cabalgar sin miedos; ¿a veces enojón? los inteligentes lo son…

 

Y, ahora le saldrán virtudes excepcionales y defectos inconmensurables. Quizá la mejor defensa en su favor es que fue un hombre que vivió, se reprodujo y murió: como todos los aquí presentes… o casi todos, pero un hombre que se sentó horas-días-semanas-años de silencio infinito frente a una máquina de escribir, para escribir ahí lo que su enorme imaginación le dictaba: para todos nosotros. Y eso, señores, señoras, amigos, amigas, niños, niñas, perritos, perritas: es un sacrificio de soledad que no cualquiera…

 

El jueves, en Aracataca, Colombia, las campanas doblaron a duelo durante minutos y horas infinitas: Lamento a los cuatro vientos. Es que se iba uno que había nacido ahí hace 87 años y que puso al pueblo en el mapa del mundo y en la conciencia de todos: Macondo.

 

En México tembló la tierra el viernes. No estaba a gusto. Se había ido un hombre que vivió aquí cincuenta de sus 87 años; con ires y venires, pero asentado en la tierra mexicana. Muy bienquerido.

 

Allá en Colombia, o acá, nunca, jamás en la vida y muchas vidas y siglos y más siglos hasta el fin del mundo, nunca se habrá de olvidar la tarde aquella en que un hombre nos llevó a conocer el hielo, porque estaba muy solo, tan sólo como cada uno de nosotros.