Pocos lo conocían fuera de la zona francófona. En Francia lo amaban con idolatría, aquí era mucho más que el rey indiscutible durante casi seis décadas de la escena musical y la cultura popular; en el imaginario colectivo aparecía como un auténtico ícono y hasta símbolo nacional.

 

El 6 de diciembre pasado, todo el país quedó atónito al conocer la noticia del fallecimiento de su ídolo número uno, su “Elvis”, Johnny Hallyday, que a sus 74 años perdió la batalla contra el cáncer de pulmón que sufría desde noviembre de 2016.

 

Lo creíamos inmortal, atributo otorgado sólo a los dioses. En el pasado lo habían “sepultado” varias veces, pero tras cada caída, el héroe -toda una institución en Francia- se levantaba con más resplandor por un lado, y por otro con nuevos excesos de alcohol y droga, y nuevas desmesuras de conducta.

 

La leyenda vendió más de 100 millones de discos, llenaba estadios, arrancaba suspiros masivos con su potente voz áspera de roquero y su inmenso carisma. En él proyectaban sus fantasías los mejores compositores del país: Goldman, Bretonnière, Berger.

 

“Todos tenemos algo de Johnny, él forma parte de los héroes franceses”, dijo momentos después del trágico anuncio el Presidente galo, Emmanuel Macron, gran fan del artista. Su figura rebasó con creces el ámbito artístico. Encarna la Francia que disfrutó de los 30 años gloriosos de prosperidad de la posguerra, la Francia “periférica” que, al igual que Johnny, sentía una fascinación sin límites por el sueño americano a la James Dean. Johnny, amante de las motos Harley-Davidson, los beatniks, de la mítica Ruta 66 y, por supuesto, de Elvis Presley, cultivó desde su adolescencia una mística muy estadounidense.

 

Católico sin complejos, ideológicamente se situaba a la derecha. Exhibía su amistad con Valéry Giscard d’Estaing, Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, simpatizaba con el joven Emmanuel Macron (si bien este último accedió al Elíseo con el eslogan “Ni de derecha ni de izquierda”). Logró lo que no había logrado ningún otro cantante francés, trascendió categorías socio-económicas, simpatías políticas y generaciones.

 

Esto se vio con claridad el sábado pasado, día de un masivo y emotivo homenaje popular a Johnny que sacó a más de un millón de personas (sic) a la parisina Avenida de los Campos Elíseos (por donde pasó el cortejo fúnebre del artista) y a las proximidades de la iglesia de la Madeleine (lugar de la ceremonia religiosa de cuerpo presente). La multitud desconsolada lloraba, coreaba  las canciones de su ídolo con un nudo en la garganta, enarbolaba pancartas “Te amamos, Johnny”.

 

Habría que remontarse a la muerte del autor de Los miserables, Víctor Hugo (en 1885) o de Édith Piaf (1963) para ver escenas similares de fervor y homenajes colectivos a una figura popular. Al funeral en la Madeleine asistieron Emmanuel Macron, sus dos predecesores, Sarkozy y Hollande, entre muchas otras figuras de primer orden del ámbito político, intelectual y artístico del país. En la Torre Eiffel apareció un letrero iluminado con dos palabras: “Merci Johnny”. Alrededor de 750 motoristas con sus Harley-Davidson participaron en la procesión fúnebre al ritmo del rock.

 

“Como si partiera un miembro de la familia”, gritan desde hace una semana a los cuatro vientos los galos, no sólo los fans de Johnny. Su música acompañó a tres generaciones de franceses.

 

Le recomiendo, estimado lector, tres hermosas canciones que desde el 6 de diciembre pasado llenan los hogares, los medios de comunicación, las oficinas, los cafés de toda Francia: Je te promets, Marie y Que Je t’aime. Estoy segura que va a ser para usted un delicioso banquete espiritual.

 

El lunes 11 de diciembre, Johnny fue enterrado en una ceremonia privada frente al mar en la isla caribeña de San Bartolomé, donde tenía una residencia. Así era el deseo del artista, que esa tierra que amaba con pasión resguardara sus restos. Au revoir, Johnny!