Después de reconocer que el penoso asunto de la llamada Casa Blanca – difundido hace 20 meses– fue un error que afectó a su familia, lastimó la investidura presidencial, dañó la confianza en el Gobierno… y subrayar que en carne propia sintió la irritación de los mexicanos, por lo que, “con toda humildad”, les pidió perdón y les reiteró su “sincera y profunda disculpa por el agravio y la indignación que les causó”, los observadores políticos objetivos e imparciales preguntan:

 

¿Qué extraña parálisis de la voluntad se apodera del Presidente cuando surgen problemas no previstos en el guión, problemas similares a los que enfrentaron en su oportunidad todos sus antecesores, pero que a Enrique Peña Nieto se le enredan de manera incomprensible y se le convierten en huracanes políticos? ¿Por qué permitió el Presidente de la República que este asunto se transformara en otro dolor de cabeza para su ya muy golpeada administración?

 

Los mismos observadores recuerdan que el esquema de los asuntos espinosos y no previstos en el guión con los que ha tenido que lidiar Enrique Peña Nieto es el mismo de la frustrada licitación del tren rápido México-Querétaro, la casa del secretario de Hacienda en Malinalco y el show Korenfeld tienen el común denominador de no haber formado parte del guión presidencial, y de haber crecido en forma desmesurada en los medios.

 

El mecanismo de reacción del Presidente de la República frente a ellos ha sido también el mismo: guardar silencio, apelar a la rápida desmemoria de la sociedad y esperar a que el tiempo trabajara en favor del Ejecutivo Federal. Por otra parte, cuando por fin se ha producido la reacción pública de Enrique Peña Nieto en los casos mencionados, ha sido igual: una reacción que agrandó los problemas y que dio a los medios material de sobra para escalar esos casos hasta el peligroso nivel del escándalo político. Los mencionados escándalos, entre otras cosas, han minado la credibilidad presidencial y han hecho crecer la desconfianza social; son factores que están presentes en las encuestas de opinión que colocan a Enrique Peña Nieto en la zona roja de la impopularidad y el descrédito.

 

Lo anterior, además, claro, de los graves problemas que enfrenta el Gobierno federal por la baja en los precios internacionales del petróleo, los recortes presupuestales, la pobreza extrema de millones de compatriotas que no tienen ni para comer –que, por cierto, el secretario José Antonio Meade quiso maquillar con la modificación que hizo el INEGI para medir la miseria–, la inseguridad, la violencia, la presencia casi imbatible de los cárteles de la droga, la corrupción inocultable de la mediana y alta burocracia, el desempleo, las protestas por la reforma educativa, por mencionar los asuntos más destacados y no hacer interminable esta lista.

 

Es imposible que se resuelvan en el corto plazo los problemas enlistados, algunos de los cuales están más allá de las posibilidades y capacidades reales del poder presidencial. Pero si el Jefe del Ejecutivo persiste en su conducta de no reacción inmediata frente a los imprevistos, el daño seguirá siendo para él y, por extensión, alcanzará a la sociedad en general, como lo reconoció el lunes pasado cuando se refirió al tema de la llamada Casa Blanca.