“El Chocho”, el jefe de meseros se daba unos jalones de coca en un pequeño cuarto instalado atrás de la gigante barra de un table dance perdido entre casas art decó de la colonia Roma; ese lugar era la bodega de los envases de cerveza vacías y todo el tiempo entraba y salía gente cargando cajas. Era el lugar donde los empleados “de confianza” iban a darse unos pericazos para aguantar el ritmo de la noche que vibraba a ritmo de estribos. Mientras La Voz del lugar presentaba a las bailarinas con nombres glamurosos, como si se tratara de artistas extranjeras de Hollywood o Broadway los meseros se desplazaban por todo el salón como hormigas histéricas para atender a los clientes que abarrotaban el lugar como todos los viernes por la noche.

 

“Ándenle cabrones chínguenle, váyanse a robar a robar que no están aquí porque estén bonitos y buenotes”, les gritaba el jefe de capitanes a los meseros que sorprendía en el cuarto. Los lugares más caros son los que se encuentran a los lados y enfrente de la pista donde donde bailan las mujeres canciones de tres minutos mientras se desnudan y enseñan sus cualidades para girar y usar el tubo como una extensión de su sensualidad. A “El Chocho” siempre le daban seis de esas mesas y una especial, donde cada viernes se sentaba un tipo al que le decían “El Rafa”. La mejor coca, el mejor whisky. Nunca pagaba la cuenta porque era cortesía de la casa pero la propina era generosa, por eso su mesero se esmeraba en atenderlo. “Quién crees que trajo este taquito que andas probando?”, presumía a sus compañeros. “Sí, de ese cabrón. No sé de dónde saca siempre diferentes y bien buenas”.

 

Cuando La Voz ordenó a todos que dejaran de hacer lo que estaban haciendo porque “ahora viene con nosotros…..¡¡Star…la diosa… la sensualidad de Cleopatra, la encarnación de Marilyn!!” en ese momento salió disparado “El Chocho” del pequeño cuarto. En una de las mesas principales estaba el que llamaban “El Comandante”, un sujeto con toda la pinta de policía judicial de películas de cine mexicano, con otros dos individuos que veían a todos con una cara que oscilaba entre el asco y el odio. Luz tenue, estrobos, espejos y videocámaras por todas partes. Miradas lascivas, esquivas, toqueteos bajo la mesa. Cuerpos semidesnudos bailando sin gracia en rincones iluminados por miradas que no se perdían ni un detalle de lo que veían. Promesas de amor baratas. Confesiones. Billetes sujetados por tangas. Música electrónica pop rebotando por todos los rincones del lugar. “El Chocho”, desde la barra comenzó a buscar a una persona entre todas las mesas con la dificultad que imponía la oscuridad.

“Déjala cabrón, es mi novia”, le grito a uno de los clientes mientras jalaba a la bailarina muy fuerte de uno de sus brazos para levantarla y llevársela. En ese momento todos voltearon hacia la tercera mesa de la segunda hilera, frente al escenario, para observar cómo se enfrentaban los clientes con el mesero. La chica gritaba “déjame tú en paz idiota”. Uno de los escoltas de “El Comandante” amagó con sacar un arma para defender a la mujer que le bailaba. Uno de los capitanes se acercó rápido para intentar detener la situación pero fue rebotado por un puñetazo anónimo. Mientras esto sucedía Star continuaba con su baile solitario como si nada pasara, como si todos aún estuvieran observando cada uno de sus movimientos. De una patada y un codazo derribaron por atrás al novio violento para que continuara el show comunitario. Entre dos personas arrastraron al “El Chocho” afuera del establecimiento y todo regreso a su estado inicial. La soledad y la excitación continuaron con su movimiento.

“Esto es el mundo de la sinceridad, aquí no hay mentira, no tienes que engañar a una mujer para irte con ella, sólo tienes que pagar”, dijo la encargada de vender los boletos de privados; “aquí lo único que te hace hombre es el dinero que llevas en la bolsa”. Unos rieron, otros se quedaron en silencio. A otros ni siquiera les importo el comentario de la señora de 50 años con el cabello pintado de rubio que llevaba puesto un vestido rojo. Y es que aquí, en este lugar, no importa nada más que el alcohol, las drogas y las mujeres semidesnudas sentadas en las piernas de desconocidos que salen a la calle en busca de caricias anónimas. Rostros dotados con la facultad de borrarse de la mente de quienes los ven al terminar una canción.