Al mediodía del 30 de abril de 1975, el Vietcong izó su bandera en el Palacio de la Independencia en el centro de Saigón. La capital de Vietnam del Sur había sido capturada después de más de tres lustros de guerra, donde el Vietcong, como se conocía a las fuerzas insurgentes y a los disidentes políticos, fue capaz de derrotar a Estados Unidos y 40 países más. El poderío militar fue insuficiente para derrotar a un pueblo políticamente organizado, que enfrentó la fuerza con creatividad. El Vietcong estableció una ruta de abastecimiento de 16 mil kilómetros de caminos y senderos desde Vietnam del Norte que terminaba a 40 kilómetros de Saigón, desde donde arrancaban otros 200 kilómetros de túneles que corrían como sangre por debajo de la antigua capital. La ciudad pertenecía a los estadounidenses de día, pero de noche al Vietcong.

 

En Cu Chi, el distrito en los suburbios de Saigón donde empezaban los túneles, estaba el comando militar del Vietcong, que operaba a siete metros bajo tierra, en donde también había dormitorios, hospitales, cocinas y bodegas. Desde ahí salían los guerrilleros a realizar sabotajes en Saigón, en una lucha hormiga perfectamente planeada que fue debilitando la moral del Ejército de Estados Unidos mientras que, al acumularse sus muertos en combate, perdía legitimidad en casa. La derrota en Vietnam ante una fuerza militar significativamente inferior es una herida abierta en Estados Unidos, y la lección prevalece: no es la fuerza, por grande que sea, lo más importante, sino la política.

 

El Vietcong fue capaz de derrotar a decenas de naciones –sus apoyos eran China, la ex Unión Soviética y Vietnam del Norte- por su organización política y consistencia. Es retórico plantear el hubiera, pero la historia habría sido escrita de manera distinta –en el entendido que era inviable, de cualquier forma, la eterna ocupación de Vietnam del Sur-, de haberse priorizado la política por encima de la fuerza. El presidente Enrique Peña Nieto enfrenta hoy, al arrancar su segundo año de gobierno, una situación similar, en medio del alud de reformas para  “transformar” a México, donde la fuerza ha sido utilizada para sacar adelante los cambios.

 

Será paradójico para no pocos, plantear que está utilizando la fuerza, cuando el escenario es de agitación social en el país, como los siete meses de movilización de maestros tienen parada la puesta en marcha de la Reforma Educativa, pero a los que se les sigue inyectando dinero, o la guerra civil en Michoacán, donde se optó por la negociación con los grupos paramilitares que controlan municipios enteros para que depongan las armas. La fuerza real se encuentra en otro lado. El Presidente está aplicando una enorme dosis de ella al resistir los llamados para que se aplique donde sea necesario meter orden, a fin de  ganar espacios de negociación frente a sus interlocutores y alcanzar sus reformas.

 

La usó al someter a las élites con reformas fiscales y hacendarias que no les gustaron, y aguantar la batalla mediática por una desaceleración económica que, deliberadamente o no, hincó a las fuerzas productivas. Lastimó a sus aliados y llevó al máximo de desgaste a los líderes de la oposición, a quienes metió en la contradicción interna en sus partidos por sus negociaciones cupulares. Los ha usado casuísticamente: al PRD en la reforma fiscal; al PAN, para la política y la energética. Si alguno de ellos no vota con el PRI, lo excluye. Bajo la máxima democrática de que las mayorías son las que deciden, se enterró al espíritu de consenso por el cual nació el Pacto por México. El espejo de ello se encuentra en la prensa de estos días, donde las voces de los distintos grupos de interés, desde trincheras políticas e ideológicas muchas veces antagónicas, lanzan fuertes críticas a su gestión.

 

Parece, sin embargo, refractario a ellas. Detrás de la fachada de andamiajes políticos, se impone la fuerza para alcanzar los objetivos planteados, soportando el crujir de la gobernabilidad. Una de las voces más lúcidas en el escenario nacional, Luis Rubio, escribió este domingo en Reforma: “El año ha sido impactante tanto por el impresionante avance legislativo como por la inexperiencia del gobierno y su pretensión de imponer su visión sobre la realidad. No me cabe duda que en los próximos meses veremos un choque entre estos dos vectores. Sólo queda confiar en que habrá la flexibilidad de adaptar los objetivos a la realidad, y no al revés”. El uso de la política se debe imponer. No significa claudicar ni retroceder, sino entender que la sola fuerza puede dar dividendos inmediatos, pero es contraproducente en el largo plazo para una democracia. Puede impedir la concreción del plan trazado o puede, también, partir al país.