Caminaba por el parque del Retiro cuando me topé con un singular hombre. Rondaba sus setenta años, iba vestido con unos pantalones cortos blancos, un polo azul y en su atuendo, unas zapatillas de deporte con los primeros calcetines que encontró en el cajón: negros de oficinista. Era domingo y Madrid se había arrojado a la calle, dispuestos a disfrutar de esta primavera anticipada del mes de marzo. Este hombre cantaba un fandango mientras caminaba feliz, ajeno al ruido exterior. Para los lectores mexicanos explicar que el fandango es ese cante andaluz que ya en la primera nota, adivinas al país que pertenece.

 

Me hizo sonreír y hasta piropearle: “Olé”, a lo que el contestó: “Olé tú”. En Coyoacán, los fines de semana junto al mercado se organiza un baile en una pequeña plaza. Entre lienzos y acuarelas de pintores, las parejas se agarran y disfrutan bailando en los frecuentes sábados de sol del DF. En los bailes de aquí y de allá, uno descubre cuales son las costumbres locales, por la vestimenta regional, el casero licor que prepara algún vecino o en las expresiones y refranes. Esa España de verbena veraniega tan nuestra es al tiempo universal. El olor a verano y a fiesta de pueblo se encuentra en cada país, en los bailes de cada zócalo uno se empapa de la cultura local.

 

En cada viaje me dirijo a la plaza del pueblo y como por arte de magia me topo con alguna verbena. Cuando voy a México tengo a varios compinches en mis gustos populares. Me inició una amiga española que era rara avis en el ocio de los españoles en México, ya que alternaba en su totalidad con gente local. Con ella conocí antros inauditos como las cantinas de ficheras y bailé a base de pequeños saltos en divertidas fiestas norteñas. Con mi comadre bailé salsa en grupo en “Mama Rumba” y aún ahora cuando voy, mi hermano mexicano que es culto y curioso, me espera para llevarme de su mano a los rincones musicales más divertidos, como la verbena popular de Tlalpan o un concierto de los “Tigres del Norte” en una desierta explanada a las afueras de Oaxaca, con olor a chimenea y a sierra fresca.

 

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En Huamantla, Tlaxcala se lleva a cabo la fiesta de Nuestra Señora de la Caridad en donde los lugareños crean alfombras que llegan a extenderse por mas de 12 kilómetros por diversas calles de esta ciudad. Foto: Cuartoscuro

 

 

Ahora que vivo en el centro de Madrid, he abrazado la ciudad más castiza: Los pequeños y antiguos comercios con encimeras de mármol, las tabernas con azulejos y humeantes cazuelas de callos y hasta los bares de pueblo en la capital, donde tomar un café con leche en vaso al sonido de las maquinas tragaperras, que antes detestaba me parecen ahora joyas en extinción. Son escenas tan auténticas, que al vivirlas me imagino como si fuese un cineasta en busca de los castizos escenarios para una película. La personalidad de Madrid habla en estos pequeños comercios. Dan ganas de tomarse unos callos madrileños y después marcharse de verbena.

 

De nuevo y al terminar el paseo madrileño me topé con el hombre del fandango, se había formado un pequeño corro a su alrededor, quienes le escuchaban habían dejado que los pies se movieran solos. Una dosis de sofisticación sienta de perlas. Subirse a unos buenos tacones y que las miradas se volteen a tu paso al entrar en uno de esos restaurantes de “ver y ser visto”,  pero si vas de viaje busca una verbena de pueblo y baila con tus viejas zapatillas, te sentirás volar.