Se va del sur del mundo el fuego de Olimpia; se va y no sabemos, más bien dudamos, que pronto pueda volver. Se van de Sudamérica los aros olímpicos; se van y asumimos que esta despedida tiene tintes de definitiva, al menos por varias generaciones. Se van los megaeventos deportivos de Brasil; se van presurosos, ansiosos por cerrar tan atribulado capítulo, dejando detrás a un pueblo confundido, extenuado, arruinado. Se va Río 2016; se va tan distinto a como llegó, casi diríamos que se despiden de un país diferente del que en 2009 ganó la sede.

 

Ha llegado el día después. Ha llegado la temida resaca. Ha llegado el momento de pagar cuentas, de asumir deudas, de cortar caja. Ha llegado también el instante de dilucidar la tensa situación política, de definir cuál camino se andará: si Dilma Rousseff retoma la Presidencia hasta 2018, si el interino Michel Temer ejerce el poder por este par de años, si se adelantan las elecciones, si Lula da Silva recupera la magia si no perdida, al menos bastante diluida. Como sea, le costará trabajo a Brasil.

 

Un importante politólogo local, Mauricio Santoro, me decía optimista que esto es el parto de un nuevo proyecto de nación y como tal duele. ¿Cuánto durará el alumbramiento? Imposible saberlo, pero se asimila que tiende a ser largo, máxime si consideramos que la gestación (ya desde semilla muy dolorosa) ha comenzado desde el convulso 2013, cuando –disculpen lo reitere tan a menudo en este espacio– el gigante que se comería al mundo reveló sus piernas de papel.

 

Cuando Río ganó la sede olímpica en 2009, Lula clamó ante los medios: “Creo que los Olímpicos propiciarán esa redistribución en un pueblo maravilloso que es el de Río de Janeiro; pueblo que muchas veces sólo aparece en las páginas malas de los periódicos. Tenemos que respetarlo, porque el pueblo es pobre, el pueblo es generoso”. Concluido el festival de Mundial y Olímpicos, no existe quien pueda defender esa tesis: estos eventos, queda claro, no beneficiaron a los que menos tenían, más bien los perjudicaron.

 

Establecido eso, tiene que repetirse algo: hoy Brasil no es que esté mejor que 15 años atrás; es que está muchísimo, muchísimo, muchísimo mejor. En perspectivas, en seguridad, en fortaleza de sus instituciones, en economía –incluso en recesión y devaluación–, en tamaño de su clase media.

 

Deportivamente, cerramos los mejores Juegos Olímpicos en mucho tiempo. Han coincidido los delirantes epílogos de Michael Phelps y Usain Bolt, con la consagración de Simone Biles, con la épica de Juan Martín del Potro y Rafa Nadal (curioso: ninguno de los dos campeones), con la devastación de récords de Katie Ledecky y Katinka Hosszu, con la hegemonía británica en el velódromo (y, de a poco, en el medallero: ya son la segunda fuerza tras Estados Unidos), con nombres como Mo Farah, Pau Gasol, Kristin Armstrong, Andy Murray, Neymar, Wayde van Niekerk, Almaz Ayana, Joseph Schooling, Ashton Eaton, con el regreso del golf y rugby, con el ascenso de María del Rosario Espinoza a lo más alto del Olimpo mexicano, con el sábado más inolvidable en la historia nacional en este evento, con la máxima gloria de Río 2016 que fue abrirse a un equipo de refugiados y lanzar ese urgente mensaje de inclusión, conciencia y tolerancia.

 

Se van los Juegos de Brasil. Lo que viene tiene pocas certezas. Bajo la estela del deporte, del Maracaná abrazado en el futbol, del escenario de Copacabana abrazado en el voleibol de playa, de la Arena Carioca abrazada con la victoria de la hija de la Ciudad de Dios, Rafaela Silva, de la playa de Botafogo alzando en hombros la embarcación de Martine Grael al coronarse en vela; abrazos que quizá no pagan deudas ni solucionan el caos político, pero que algún ejemplo de paz sembrarán.

 

Pase lo que pase aquí, los Olímpicos se van seguros de una cosa: es difícil que vuelvan en un largo rato al sur del mundo; sur del mundo reivindicado por Lula al exhortar a los delegados del COI a votar por Río.

 

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