Martes, 11:00 am. Me cancelaron un cita en Tlalnepantla, Estado de México. Tenía, pues, casi cuatro horas muertas entre la convocatoria frustrada y una comida en Bosques de Las Lomas que, en lo personal, consideraba muy importante. Para ajusticiar el tiempo, me dirigí a la librería Gandhi que está sobre Presidente Masaryk. Entré, y como suele suceder, se me acercó un joven a preguntarme: “¿Buscaba algún libro en especial, señor?”. Con la particular resignación que uno siente cuando a sus 25 años le dicen “señor”, le contesté que no y subí a la planta alta –donde están los títulos de política, historia y sociología–.

 

 

Unos quince minutos después, salí de aquel establecimiento con dos títulos: “Fango sobre la democracia: Textos polémicos sobre la transición mexicana”, del ensayista y antropólogo de origen catalán, Roger Bartra; y con “Transiciones democráticas: Enseñanza de líderes políticos”, coordinado por Sergio Bitar –político y economista chileno– y Abraham F. Lowenthal –profesor estadounidense en la Universidad del Sur de California–. Este segundo título contiene una notable entrevista a nuestro expresidente Ernesto Zedillo (PRI).

 

 

El libro ubica al priista como un actor central de la transición democrática, ya que contribuyó desde la Primera Magistratura al suave transitar de la parte más delicada de ésta: la alternancia federal –escribiría “éxito” en lugar de “suave transitar”, pero eso depende más del punto de vista del lector–. En la entrevista, Zedillo revela lo que fue uno de sus objetivos personales como presidente: el primer día de su gobierno se comprometió a trabajar con los otros partidos para aspirar a lo que él denominó “normalidad democrática”. Es decir, que para las elecciones federales de 1997, pero sobre todo para las del año 2000, la competencia fuese lo más justa posible para todas las partes.

 

 

Zedillo sabía que las elecciones que ganó gozaban de legitimidad entre observadores, periodistas y autoridades electorales, pero también entendía que “no fueron justas porque las condiciones de la competencia política todavía no eran justas en México”. Si bien Zedillo gestionó los delicados últimos momentos antes de la alternancia con una visión de Estado 20/20 –vía la reforma electoral de 1996 en la que, a grandes rasgos, obligaba al PRI a abandonar ventajas “en cuanto al financiamiento, el acceso a los medios de comunicación y la transparencia de los recursos utilizados en las campañas”–, la realidad es que su trabajo fue un eslabón más –uno crucial, sí– en la gran cadena de la transición mexicana.

 

 

La parte más patriota del PRI, la que pone antes a México que al partido, hizo mucho desde el gobierno por la transición al impulsar las reformas electorales de 1977 –que dio más y mejor representación parlamentaria a otros partidos– y 1996. El PAN, solo diez años menor que el PRI, luchó durante décadas para democratizar al país. La mayoría de las izquierdas también. Y la sociedad civil, ni se diga: sin ella el proceso hubiese sido más tardado y menos dócil. Varios sectores del mosaico contribuyeron de una u otra forma. Sin embargo, este suceso no se valora lo suficiente ni es un eje rector de nuestra vida pública.

 

 

La capacidad del Estado mexicano de autoimponerse límites, expandir la libertad ciudadana y transmitir en paz el mando nacional de un partido a otro, es algo notabilísimo; con todos sus pendientes y sus errores, la alternancia pacífica fue una hazaña civil de y para los mexicanos y una estampa de madurez sociopolítica, lo que me lleva al punto principal de este texto.

 

 

En el otro libro que compré ese día, el de Bartra, el catalán recurre al concepto “patriotismo constitucional” –creado por el politólogo alemán Dolf Sternberger, pero divulgado y extendido por el también germano Jürgen Habermas– y lo explica mejor de lo que yo podría: “la cristalización de un orgullo político por haber logrado superar el autoritarismo por vías pacíficas y legales”. Es decir, lograr que una sociedad no padezca los periodos violentos o autoritarios de su pasado, sino que valore y enaltezca todo lo que hizo para dejarlos atrás.

 

 

Habermas, que llevó el patriotismo constitucional a estos terrenos, trabajó ésta idea con el objetivo de alejar a la sociedad alemana de sus traumas pasados –Hitler, la Guerra, el Holocausto–, ofreciéndole una narrativa alterna: sustituir la vergüenza del nacionalsocialismo –y en cierta medida, de la derrota–, por el orgullo de la construcción de un Estado democrático.

 

 

Ajustadas las proporciones, en México necesitamos nuestra propia variante de patriotismo constitucional: una visión que enaltezca como transitamos de un régimen autoritario con presencia cuasihegemónica de un partido a, como apunta José Woldenberg, una “democracia germinal” con “partidos equilibrados, elecciones competidas, representación plural, un Poder Ejecutivo acotado por otros poderes constitucionales, un Congreso en el que ninguna fuerza política (puede) hacer su simple voluntad, una Corte central en la resolución de litigios políticos, (y) una clara ampliación del ejercicio de las libertades”.

 

 

Entre el patriotismo, el patrioterismo y el nacionalismo, hay pocos centímetros de diferencia. Es fundamental formar generaciones que valoren y entiendan lo difícil y tardado que fue lograr una suave transición, para que sepan lo fácil que puede ser perder la democracia. Al final, todas las epopeyas son para inspirar. Si no, ¿de qué sirven?

 

 

@AlonsoTamez