85 mexicanos le expresaron al INE su intención de ser aspirantes a candidatos sin partido a la presidencia de la República. Estos individuos, sin embargo, no se percatan del daño que hacen a la figura al sobreexplotarla: le quitan seriedad, y eso implica reducir los incentivos ciudadanos para la experimentación.

 

Al ver sujetos –en todo su derecho, eso sí– sin ningún tipo de posibilidad de siquiera recabar las firmas –866 mil 593 en, al menos, 17 estados–, usando la figura de independiente como publicidad personal y/o de causa, dicha se ridiculiza. De por sí es difícil que un independiente gane la presidencia de México, ahora tras las 85 manos alzadas, lo será aún más. Su propio ímpetu les pone el pie.

 

Por norma, un ciudadano no puede firmar por dos independientes a la presidencia. Es decir, entre más ciudadanos busquen firmas, más se fragmentará –rebanadas del pastel más chicas– la posibilidad de obtener las necesarias para todo el que participe. La desechada propuesta del excanciller Jorge Castañeda –que independientes a la “grande” acordaran que solo uno compitiera para no canibalizar las adhesiones tanto en la obtención de firmas como en los votos en la elección–, hoy parece más que pertinente.

 

No es un tema de si yo simpatizo o no con los independientes. Pero si me preguntan, la idea de un individuo en labores públicas ejecutivas –ojo, no son situaciones similares un legislador independiente que, por ejemplo, un gobernador con este adjetivo; incluso varía si hablamos de alcaldes– sin el músculo parlamentario necesario para impulsar un programa de gobierno con cambios “sustanciales” a través de un congreso, me deja muy intranquilo.

 

Sí, debe existir la figura del candidato sin partido –la vida pública mexicana es un poco más representativa gracias a ese acierto de la Reforma Política de 2012— pero ella no cambia una realidad, si bien no intocable, sí claramente presente: las buenas intenciones rara vez pasan en un congreso. Se necesita un aparato político que impulse las medidas, y los partidos –o algo muy parecido a ellos, le guste o no a los proindependendientes–, son fundamentales hoy para sacar adelante un gobierno mínimamente funcional.

 

Si no nos gustan los partidos que tenemos, mejorémoslos o hagamos otros. Pero demos abrigo institucional a los ejecutivos nacionales y subnacionales; no los convirtamos en la pelota de tenis en el juego de los partidos. No es lo mismo ser antipartidos –alimentada frecuentemente por la simplona, falsa y peligrosa dicotomía ciudadanía versus políticos– que estar en contra de los que existen hoy. Lo primero es autoritarismo; lo segundo, el intento de autopreservación de una sociedad cansada de prácticas jurásicas.

 

Los mexicanos de la Transición idealizaron los beneficios de la democracia atribuyéndole rentabilidades más allá de la arena sociopolítica –por ejemplo, en la económica o en la procuración de la justicia–; que no nos pase lo mismo con el tema de los sin partido. Estos suman en la arena de la representación, sin duda, más no necesariamente harán crecer la economía, bajarán la impunidad o nos harán menos desiguales en términos de oportunidades. La lección es la misma: no atribuyamos rentabilidades de más. Una cosa es llegar y otra hacer. Y en política, el cómo se arriba a un cargo delimita su rango de acción.

 

¿Qué pasará con el (los) movimiento(s) independiente(s) mexicano(s) tras el 2018? Ese año ganará(n) pocas posiciones legislativas locales, una que otra federal, así como algunas alcaldías –a reserva de si los allegados del “Bronco” se comportan como partido en Nuevo León–. En lo presidencial, será(n) marcadamente derrotado(s) y tendrá(n) que replantearse. Pienso que se “cartelizará” en torno a la noción castañedista: vamos con un solo individuo. Ello tendrá que pasar por discutir la posibilidad de una “interna” entre independientes.

 

Uno podría argumentar: “el filtro de la obtención de firmas es en sí la interna independiente”. Pero eso no se sostiene por las razones que mencioné arriba: la fragmentación en la arena sin partido se da en dos ocasiones, en el reparto de las firmas –aspecto que afecta al mismo tiempo a todos los independientes que buscan serlo legalmente– y a la hora competir en la constitucional –si hay más de uno, el “voto duro independiente”* se dividirá–.

 

Basándonos, pues, en que los votos duros partidistas se suman con quién finalmente es su candidato, podemos afirmar –hasta tener elementos en un sentido contrario– que el riesgo de caer víctima de la fragmentación para un partido se da una vez –ya en la elección–, y no dos, como en el caso de los independientes –en las firmas y durante la elección–. Ello es la mayor traba sistémica contra dicha figura y, de cierta manera, es autoinfligida.

 

 

@AlonsoTamez 

 

*Tras leer sobre mi noción de “voto duro independiente”, el Diputado Federal sin partido, Manuel Clouthier, me mandó el siguiente tweet: “La Candidatura Independiente es un derecho y el Candidato Independiente presenta su persona, trayectoria y propuesta. no existe voto duro!”. Le aclaro al Diputado: me refiero al considerable voto antipartidos que existe hoy en México.

 

 

 

 

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