Cierta lógica podría establecer que a mayor cantidad de habitantes en un país, más posibilidades hay de que se logren reunir once o quince futbolistas de calidad, dar forma a un brillante representativo.

 

Lógica refutada si se considera que las cinco naciones más pobladas del planeta (China, India, Estados Unidos, Indonesia, Pakistán), distan muchísimo de ser potencias del balón. Cada cual aprovecha su cantidad de habitantes para destacar en cierto campo, algunos de ellos deportivos otros de corte cultural o empresarial, pero queda claro que el volumen del censo no determina ni condena.

 

Parto de tal preámbulo para referirme a la cara nueva que se verá en una Copa del Mundo, la selección de Islandia. Como lo explicaba Gary Lineker, ese individuo tan certero en sus frases como lo fue en sus remates, un sitio con más volcanes que futbolistas fue capaz de eliminar a Inglaterra de la pasada Eurocopa.

 

Una Euro distinta en la que, entre inéditos como Albania o Gales, muchos pudieron pensar que Islandia sólo calificó por el burdo tamaño del torneo. Cosa falsa, Islandia se impuso en sus dos partidos a Holanda y ni siquiera requirió de la repesca. La misma Islandia que rumbo a Brasil 2014 ya estuvo muy cerca de clasificarse tras perder en un ajustado playoff con Croacia.

 

Esa Islandia siempre a mano para que la encasillemos en mitos y leyendas, en sagas y epopeyas, en misticismo y fascinación, con sus no más de 340 mil habitantes y su muy reciente bancarrota nacional –sí, en la crisis de una década atrás, el país quebró como si de una entidad financiera se tratara; vicisitud de la que, como sus fieros navegantes de antaño ante las peores olas, salió con orgullo y supervivencia.

 

Así que, ante el país menos populoso de la UEFA, excluyendo a algunas ciudades-estado como Andorra o San Marino que suelen comerse docenas de goles por eliminatoria, desestimemos por completo la relevancia de la población.

 

Más bien, consideremos el trabajo, las políticas de salud pública apoyadas en la pasión deportiva, el desarrollo de infraestructuras (la cantidad de canchas cubiertas instaladas en la última década y media) y ciertas entrañables rarezas, como que el seleccionador suele ir a un bar antes de cada partido para dialogar de táctica con el parroquiano que así lo desee.

 

El resultado no puede ser casualidad. Mientras Holanda naufraga, mientras otros escandinavos como Noruega o Finlandia lucen lejísimos de los torneos, mientras varias Selecciones de países europeos mucho más grandes ni siquiera sueñan con acercarse a un Mundial (pongamos Bielorrusia, Rumania, Macedonia, Turquía), Islandia comienza a acostumbrarse.

 

Lo mejor, que no se trata de una generación dorada o del milagro fraguado por un futbolista mágico: es todo un proyecto, es todo un concepto, y eso difícilmente caducará.

 

A cada ritual de aplausos en sintonía con los de la grada, se sumarán miles en Rusia por una sencilla razón: esa selección, semiprofesional y esforzada, de profesionistas y personas comunes, de la más obstinada competitividad y un seleccionador que debate en público con una cerveza, es de alguna forma la que todos quisiéramos tener.

 

Esa selección de la tierra que, con más volcanes que jugadores, pudo conformarse con lava y geiseres, pero decidió patear el balón. Y cuando algo se decide ahí, sea llegar a una costa distante en miles de kilómetros o remontar una bancarrota nacional, ya se ve lo que pasa.

 

Twitter/albertolati

 

 

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