Hoy, la política estadounidense es materia de vergüenzas propias y ajenas. Que el país más poderoso del mundo esté enredado en una especie de drama televisivo no es fortuito; si votaron a un hombre que azuzó los miedos más elementales de los estadounidenses, que se aguanten.

 

Sin embargo, la democracia en Estados Unidos –entendida como el conjunto de contrapesos formales e informales al arbitrio de un hombre–, y en particular sus medios de comunicación –canales por donde la parte no electoral de la democracia se distribuye– tienen reacciones instintivas interesantes: como si fuese su sistema inmunológico interviniendo ante la infección, piden recordar algunas de las mejores horas de su política.

 

Hace poco, el Washington Post resaltó ocasiones en las que ésta vio por encima de las divisiones partidistas: el senador por Arizona, Jeff Flake, defendiendo a su rival Deedra Abboud de ataques por su religión musulmana; la Demócrata Clinton defendiendo a la Republicana Fiorina de comentarios perniciosos de Trump; y el también senador arizoniano John McCain, desdeñando dichos que insinuaban que su entonces rival presidencial, Barack Obama, era un “árabe” –como si ello fuese un crimen–, y llamándolo un “hombre de familia decente”, con quien simplemente tiene “desacuerdos en aspectos fundamentales”.

 

Este último es un personaje singular. Prisionero de guerra casi seis años en Vietnam, héroe militar para muchos y contendiente en la elección de 2008, McCain –de 80 años– es uno de los políticos más respetados e influyentes en el mundo –treinta años en la Cámara Alta y sus siempre elocuentes posiciones en materia exterior lo avalan–. Sin embargo, recientemente se le diagnosticó glioblastoma, un tipo de cáncer cerebral que se cobró las vidas de Ted Kennedy –hermano del presidente John F. Kennedy– y Beau Biden –hijo del exvicepresidente Joe Biden–.

 

Más allá de las malas noticias, hay un episodio que quiero visitar. En 2016, McCain publicó un artículo en The New York Times titulado “Saludo a un comunista”. En el conmovedor texto, el senador destaca una nota poco circulada: la muerte de Delmer Berg, el último miembro de la brigada “Abraham Lincoln” –los cerca de tres mil voluntarios estadounidenses, mayormente de ideas comunistas y socialistas, que apoyaron la Segunda República durante la Guerra Civil española– del que se tenía registro, a los 100 años.

 

McCain, conservador, capitalista y antiestatista, reconoce: “Aunque hombres como Berg se identificasen con una causa, el comunismo, que infligió mucha más miseria de la que jamás alivió –y rindió la dignidad humana al servicio del Estado–, siempre he sentido admiración por su coraje y sacrificio en España”.

 

Berg luchó, dice McCain, por amor. En una patria que no era la suya, por unas personas que no conocía, y por un asunto que no le afectaba, el comunista estadounidense se lanzó a defender de las fuerzas de Franco al gobierno democráticamente electo de España. Por ello, en la mejor tradición militar, McCain “saluda” a Berg, reconociendo su valor y entrega para defender la más justa de las causas: la autodeterminación de los hombres.

 

El texto de McCain apela a los instintos humanos más básicos; justo como la retórica de Trump, pero en positivo. Animales políticos ambos –aspecto que no podemos omitir–, uno comercia con la concordia, el otro con el miedo. Con el arizoniano en la banca, el Senado estadounidense pierde a un legislador moderado y prudente. Una baja sensible particularmente en estos tiempos puntiagudos de líderes con un bajo umbral de tolerancia –¿se le puede llamar “líder” a alguien así?–.

 

Sobre el diagnóstico médico, su otrora rival Barack Obama tuiteó: “John McCain es un héroe americano y uno de los luchadores más valientes que he conocido. El cáncer no sabe a lo que se enfrenta. Dale duro, John”. Al final, concordia. Enjuague y repita las veces que sean necesarias.

 

@AlonsoTamez

 

aarl