Debido a la violencia impuesta por los cárteles de Sinaloa y de los Beltrán Leyva, cerca de 30 mil sinaloenses han huido de sus hogares, la mayoría de ellos en la zona serrana, para refugiarse en las cabeceras municipales.

 

Más de 40 comunidades se encuentran abandonadas tan sólo en la zona serrana, en un éxodo que comenzó en 2011 y que no ha terminado

 

De acuerdo con datos de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos (CDDHS), son cerca de 30 mil desplazados debido a la violencia del narcotráfico en 11 de los 18 municipios, entre ellos Culiacán, Sinaloa, Guasave, Concordia, Badiraguato, Choix, Mazatlán y El Fuerte.

 

A principios de 2011, un comando que formaba parte del Cártel de los Beltrán Leyva atacó la comunidad de San José de los Hornos, municipio de Sinaloa; una persona fue asesinada a balazos.

 

Otros atentados provinieron de células del Cártel de Sinaloa, que mantiene fuertes pugnas con los Beltrán Leyva en diversos municipios. Pobladores de la zona montañosa han quedado en medio de la guerra entre estas organizaciones, viéndose obligadas a trabajar en actividades ilícitas, como la siembra de mariguana, y en el mejor de los casos abandonan sus viviendas.

 

Alrededor de 30 homicidios fueron cometidos en esos municipios entre 2011 y 2012.

 

Ejemplo de ello es el caso de una familia en Ocurahui, donde un comando sacó a tres integrantes de una familia de sus casas, ahí los acribillaron. Las víctimas eran madre, padre e hijo. Tres días después volvieron los agresores, al parecer del bando de los Beltrán Leyva, y quemaron y balearon casas, y otras fueron saqueadas. Eso fue el 23 de ese mes.

 

Una de las habitantes del lugar habló por teléfono con el entonces alcalde, Saúl Rubio Valenzuela, quien ofreció resolver el asunto de inmediato. Lo escuchó decidido y eso la animó. Nada pasó. En abril de ese año fue muerto uno de los hermanos del comisario y al día siguiente mataron a otro hombre.

 

El 25 de mayo, después de que muchas familias ya habían dejado sus viviendas para refugiarse en comunidades cercanas, entre ellas Surutato, un grupo armado dio con varios de los habitantes de Ocurahui que habían decidido dejar sus casas. Los hombres dijeron que los invitaban a una reunión para resolver los problemas de violencia y que iban a estar los militares.

 

Solo fueron algunos integrantes de una de las familias, cuyas identidades se omiten por seguridad. No había militares, solo hombres encapuchados, armados con fusiles automáticos y con uniforme camuflado. Querían que regresaran la enfermera, la maestra de la primaria, el comerciante y el doctor, para que eso incentivara a otros que habían huido de la violencia. A cambio de que permitieran su regreso, ellos, los delincuentes, les respetarían sus vidas, pero tendrían que trabajar en el cultivo de drogas y empuñar armas si regresaban los enemigos.

 

No aceptaron. Las familias se retiraron, temiendo se atacadas por negarse. En medio de la tensión, lograron regresar ilesos.

 

Angelina, una de las desplazadas, llamó al gobierno del estado y logró que le pasaran al secretario particular del gobernador Mario López Valdez. El hombre le prometió que iban a tomar cartas en el asunto y le pasaría el caso al mandatario, quien programó una visita a la sierra para hablar con los desplazados, a mediados de abril.

 

En Badiraguato, el gobernador Mario López Valdez recibió unas 250 personas expulsadas de poblaciones del municipio de Sinaloa, relató.

 

“El gobernador fue muy insensible. Esperamos durante cerca de cuatro horas y había agua embotellada, pero no nos ofrecieron una sola botella, para que llegara y estuviera solo cinco minutos ¿sabe qué dijo? Que nosotros siempre nos hemos dedicado al narcotráfico, que los hemos solapado y que por eso nos pasa esto, pero que ahora brincamos porque nos llegó la sangre al río. Eso dijo”, recordó Angelina.

 

Doloroso regreso

 

El sábado 3 de agosto, regresaron a Ocurahui, con la idea de recuperar todo y quedarse a vivir allá. Ahí los esperaban hombres armados, uno de ellos dijo ser el jefe. Eran unos veinte que comandaba un desconocido y encapuchado. Accedió a que recogieran sus pertenencias, y aunque ese no era el objetivo, sino quedarse, aceptaron.

 

“Estuvimos unas tres horas. Nos dimos cuenta de algo y nos duele: no hayamos de quién cuidarnos y ya no hay nada qué rescatar. Y mejor nos regresamos”.