Las noticias de los últimos años, los encabezados manchados en sangre, la descomposición social, la normalización de la violencia, nos habían convencido de algo que bajo el dolor de esta nueva tragedia, que bajo la impotencia de otro desastre natural, que bajo la inevitable consecuencia de vivir sobre el telúrico pedazo de tierra que nos tocó, hoy sabemos falso: aquello de que en México la vida vale poco.

 

No. Este miércoles despertamos convencidos de que vale demasiado. Tanto, como para que a cada intento de rescate, multitudes actuaran como si les fuera la vida propia en ello. Multitudes capaces de hacer lo que en esta gran urbe a menudo parece imposible: ponerse en los zapatos del ajeno, sufrir por los hijos de otro como por los de uno, dar todo lo que se puede y se tiene por alguien a quien normalmente ni el cruce peatonal ni el cambio de carril se concedería: manos y sudor, riesgo y sangre, donativos y víveres, mensajes y conciencia, oraciones y respeto. La ferretería que abría sus puertas y regalaba herramientas; los restoranes convertidos en albergues; levantar con el corazón ese coche que obstruía; humildes y ricos, viejos y jóvenes, mezclados en la urgencia de hacer, sumar, aportar; quienes ofrecían gratuitamente equipo, luces, instalaciones, coches, medicinas, camas, grúas, inspecciones arquitectónicas y atención médica; quienes desesperaban por ver cómo y hacia dónde canalizar esas ofertas de apoyo. Multitudes heroicas.

 

Tras las pocas horas de sueño que más bien fueron de pesadilla, despertar el miércoles estremecidos de tristeza, pero, ni duda cabe, también de orgullo. Por lo que hemos sido y podemos ser, por esa generosidad colectiva, por esa compasión ejemplar, por esa solidaridad que ha cautivado al planeta entero, por esa fuerza ante la adversidad, por ese canto de Cielito Lindo mientras se peleaba contra lo que la naturaleza dejó regado: cantar y no llorar; cantar y quizá llorar, pero ante todo, ayudar.

 

El país polarizado, se había unido; nuestro pesimismo crónico mudado en fe y las excusas de siempre en soluciones; las paranoias políticas que a diario nos separan, desterradas de la mente; aquel vivir mexicano, calificado por Octavio Paz como mera “posibilidad de chingar o de ser chingado”, transformado en una especie de “todos nos chingamos, si uno cae”: como dicta el Ubuntu africano, para que yo esté bien, todos los demás deberán estarlo.

 

¿Indiferencia ante la muerte? ¿Apatía ante la desgracia ajena? De ninguna forma…, y quienes asaltaron el martes, malnacidos en definitiva ya sin remedio, son sólo una podrida excepción que confirma la regla de esta grandeza nacional.

 

La vida ha valido demasiado este miércoles y por la vida se ha luchado. Así necesita seguir, así tiene que seguir.

 

Quienes no han logrado sobrevivir en los dos terremotos de este mes, quienes todavía duermen a la intemperie en Chiapas y Oaxaca, quienes lloran por gente querida en cualquier lugar de la república, quienes hoy no saben para dónde porque lo han perdido todo, merecen ese homenaje: el punto de inflexión para algo diferente: no sólo en la tragedia ser tan buenos y entregados como hemos sido.

 

¿Utopía? También ver lo que vimos lo hubiera parecido unos días atrás.

 

Twitter/albertolati

 

caem

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