Imaginémonos por un instante que Donald Trump ganara las elecciones presidenciales estadunidenses. Tampoco hay que tener mucha imaginación. Puede convertirse en una realidad triste y peligrosa, pero realidad al cabo.

 

No es impensable porque su discurso ha permeado en un electorado no menor, harto de problemas interraciales e inseguridad por el terrorismo. De hecho, cada atentado del DAESH en cualquier punto del mundo es una bolsa de votos que se lleva Trump. Y todo ello, aderezado con una gris Hillary Clinton y su mala salud de hierro que le ha jugado malas pasadas y que le resta confianza y votos.

 

Si Donald Trump venciera, además de lo nocivo que fuera para su propio país y sus vecinos –empezando por nosotros, los mexicanos–, cambiaría el orden mundial. Estados Unidos que, mira de tú a tú a Rusia, pasaría a mirarle por encima del hombro a Putin y sus adláteres.

 

Pero lo más grave es que abriría la caja de los truenos del populismo. Porque, ¿quién es Trump, sino un populista nice y de postín?, ¿qué político serio se atreve a decir que va a levantar un muro o que se va a poner a disparar en la Quinta Avenida de Nueva York? Eso que parece más de un país en vías de desarrollo lo dijo Trump en Estados Unidos. Que ocurra esto en esta nación es un asunto muy grave.

 

Al abrir la caja de los truenos del populismo comenzarían a salir populistas por todos lados. Primero en Austria. Celebran elecciones este otoño porque se anularon las pasadas. La extrema derecha puede vencer a los verdes como ya estuvo a punto de hacerlo en mayo.

 

En Hungría hace años que gobierna el populista Victor Orban. Tanto en Austria como en Hungría llevan el mismo discurso de la xenofobia y el racismo.

 

Algo parecido ocurre en Grecia con Tsipras, pero escorado hacia la izquierda. En España, Pablo Iglesias, del partido populista de izquierda Podemos, se ha colocado en la escena como uno de los políticos mejor valorados con posibilidades de formar gobierno, aunque fuera en comandita con otras fuerzas políticas.

 

La Francia democrática y revolucionaria también podría dar un giro copernicano. La ciudadanía gala está más que harta de su presidente François Hollande. Bajo su mandato, el mal llamado Estado Islámico ha cometido cinco atentados. Y eso ha sabido capitalizarlo muy bien en la extrema derecha de Marie Le Pen, a la que muchos no dudarán en dar su confianza la próxima primavera para que implante mano dura contra el terrorismo.

 

El cambio al que estamos asistiendo, querido lector, surge por la abulia de la ciudadanía mundial a una clase política global que cada vez se aleja más de los mortales. Viven en su mundo ideal, sin saber o, sin querer saber la realidad de unos problemas que nos atañen a todos.

 

No olvidemos nunca la sabiduría de la historia. Adolf Hitler no llegó al poder por ningún golpe de Estado; lo consiguió por las urnas. Pero al final fue mucho peor el remedio que la enfermedad. Desencadenó un Holocausto dantesco y la Segunda Guerra Mundial que hizo agonizar al mundo.

 

En el horizonte tenemos una estela populista que viene como un tsunami. Si no la paramos a tiempo, puede ocurrir lo mismo que en los años 30, cuando aquel líder populista alemán “vino, vio y venció” y nos ahogó a todos –él incluido– en un lodazal del que hoy todavía no podemos salir.