Vamos siempre corriendo. Demasiado rápido porque pensamos que no alcanzamos a llegar a… ninguna parte.
El hombre de 2017 me recuerda al conejo de Alicia en el país de las maravillas, que corre y corre y sigue corriendo para llegar a ningún sitio o a todos a la vez y al mismo tiempo. Porque el tiempo nos ha deglutido. Nos hemos convertido en su rehén y ya no tenemos tiempo ni de tener tiempo; mucho menos para perderlo. Pensamos que un segundo, un minuto es tan preciado como el último hálito de vida.
Nos convertimos en autómatas desde que nos levantamos hasta que volvemos a descansar, si es que se puede utilizar ese verbo porque esperamos a que suene el despertador para colocarnos el chip mental de que no disponemos de tiempo en las 24 horas que tiene el día y quisiéramos alargarlo a 30 ó 40 horas. Pero incluso, si así fuese, tampoco nos alcanzaría el tiempo.
Todo va tan rápido que no tenemos tiempo de asimilarlo. Cuando buscamos una información, a los pocos minutos va cambiando, adopta formas distintas y lo hace tan rápido que la noticia nace y muere sin reposar, lo mismo que le ocurre al hombre en la actualidad.
Y entonces, en un momento determinado del tiempo, una mañana uno estaciona su vehículo y camina rumbo a la oficina. Sólo que ese día respira tres veces y lo hace más sosegado, y es cuando descubre hermosos edificios y portales señoriales, que durante 10 años no había reparado en ellos porque no tenía tiempo. Vislumbra unos vetustos balcones de vetustas casas y piensa la edad que tienen y lo que vivieron. Posiblemente la Primera República, allá por 1870, y la Restauración, y la Guerra Civil, y la dictadura de Franco y también la democracia; y entonces se da cuenta de que es temprano y que empiezan a abrir los bares de Madrid; y huele a café cuando, durante 10 años largos no lo había percibido. Y camina lento, despacio, contando sus pasos con la templanza del relojero que tiene todo el tiempo del mundo para arreglar un reloj y darle al tiempo su categoría real.
Se sienta en un café, percibe el calor del sol de la mañana. –Hoy va a hacer calor- piensa. Entonces saborea el primer sorbo de café, despacio, queriendo recobrar el tiempo perdido; y así lo hace una, y otra y otra vez hasta que termina pensando todos los detalles que se pierde el ser humano por enredarse en querer ganarle la partida a un tiempo que el propio ser humano se ha inventado.
A sus años, este hombre maduro y pleno ha encontrado tiempo para la paz, después de tantas guerras que tuvo que cubrir durante su vida profesional. Es esa paz de la quietud y serenidad. Y entonces se marcha de nuevo a ejercer su oficio de periodista a la oficina oteando cómo los barrenderos limpian las aceras, cómo abren los comercios, cómo las señoras se acercan a la panadería, cómo los ejecutivos acuden rápido a un bar para pedir un café que no van a saborear.
Introduce las llaves en la oficina. Son las 8:30 de la mañana. Ha llegado media hora más tarde, pero se da cuenta de que no ha pasado nada ni la tierra ha dejado de girar. Se percata que ha ganado media hora de vivirse más en su interior. Lo atesora como su secreto para hacerlo todos los días. Hoy se sintió pleno y duerme mejor.
La vida es una, querido lector, y está llena de sorpresas y detalles que dejamos pasar porque no tenemos tiempo para verlos. Pero este hombre se ha dado cuenta de que se puede, siempre se puede.
Es la primera vez, desde que era joven, que ha sabido ganarle la partida al tiempo buscándole un partido que ni él mismo se imaginó. Por eso puede darle gracias a Dios.