Una imagen suficiente para sepultar la excusa y desterrar la queja como vías de escape ante el sempiterno fracaso nacional: él, Juan Ignacio Reyes, sosteniendo alguna de sus siete medallas paralímpicas con los dientes.

 

Imagen que funciona como símbolo de la transformación acontecida en los Juegos Paralímpicos de Sídney 2000, donde su talento explotó junto con el de otros atletas nacionales: adiós al desesperante hábito de ver que casi todos festejan menos nosotros, de contemplar en el podio casi toda bandera menos la nuestra, de escuchar retumbante en el estadio todo himno menos el de nuestro país.

 

Reyes fue emblema de esa sublime generación. La de los multimedallistas, los depredadores de récords mundiales, los titanes que con poco apoyo levantaron templos a la diosa victoria.

 

Con la pierna derecha como única extremidad desde la infancia, nunca le escuché lamento alguno en las múltiples entrevistas que tuve el privilegio de efectuarle. Tipo que anteponía las soluciones a los problemas, suficientemente concentrado vivía en pulir su técnica, en mantener su reinado sobre los 50 metros dorso que se prolongó de Sídney 2000 a Londres 2012, como para extraviarse en lo que pudo ser si aquella enfermedad no hubiera existido.

 

Como con muchos otros campeones paralímpicos, hablé con Juan Ignacio sobre el concepto de la discapacidad; la respuesta era tan contundente al verlo surcar la piscina como en su fluido manejo de la palabra: la discapacidad sólo está en la mente y de ahí en más algunos somos más fuertes en algunas facetas que en otras; los límites son motivación y no obstáculo; antes de atascarnos en lo que no será posible, regodearnos en todo lo que sí.

 

Con Juan Ignacio Reyes se retira parte importantísima del deporte mexicano y así se le tiene que homenajear. Aquellos para los que la gloria no fue excepcional sino permanente. Aquellos para los que las grandes justas no fueron para participar sino para reinar. Aquellos para los que la única forma válida era sin hubieras y con corona –y, para muestra, el cuarto sitio en Río 2016, ya veterano, con la inmensa frustración que le supuso no subir al podio por quintos Juegos consecutivos.

 

Juan Ignacio Reyes sostiene con los dientes una medalla –las de Sídney, las de Atenas, la de Beijing, la de Londres, la que sea de las más de 400 que conquistó–; a unos metros aplaude su madre que tanto hizo por priorizar su rehabilitación, por repetirle que anormal no es carecer de dos brazos y una pierna, sino dejarlo de intentar. Espera a que terminemos la entrevista en el Centro Acuático y exclama cuando dirijo hacia ella el micrófono: “Difícil… Difícil no es nada; sólo fue cosa de decirle ´tú puedes hacer, tú puedes salir adelante, tú piensa en lo más alto´, sólo fue cosa de decirle eso”.

 

Alguien arroja al nadador una bandera nacional y, en un movimiento rápido, libera de la boca el listón de la medalla para ahora morder la esquina de la bandera y cubrirse con ella. Me dice en un murmullo: “no hay nada igual…, es lo máximo…, es lo mejor escuchar el himno de tu país…, que suene por ti… ¡Lo mejor! Por eso me retiraré cuando ya no venga para ganar, tengo demasiado más que hacer fuera de la piscina y yo no los voy a decepcionar”.

 

 

Twitter/albertolati