Hace ahora 40 años, un hombre joven, apuesto, alto, con un sexto sentido y un olfato desarrollados, estaba listo para capitanear el barco que condujera a España a la libertad.

 

A la muerte del dictador Francisco Franco, don Juan Carlos I, el Rey emérito, tenía en el lejano 1975, plenos poderes, heredados de la autarquía. Sin embargo, nunca los utilizó para perpetuarse en un poder omnímodo. Al contrario. Con aquellos poderes desarticuló una dictadura con tentáculos alargados por todos los rincones del país.

 

Se trataba de una dictadura tan larga –cuatro décadas- que estaba pegada con cemento armado. Entonces el Rey, armado de paciencia y no de cemento, comenzó a derribar muros, resquebrajando los restos rancios y roídos de un régimen autártico, retrógrado y ramplón, rebuscando entre las ruinas a aquéllos que pudieran ayudarle a instaurar la democracia y libertad.

 

En aquella España de los 70 vivíamos con el rencor de los dos bandos, de los vencedores y los vencidos de la Guerra Civil. Las cicatrices aún supuraban y no bastaba con lamérnoslas. Pero don Juan Carlos, aquel joven monarca, tuvo la habilidad y la audacia de encontrar la concordia entre los españoles. Consiguió que finalmente y a pesar de los muertos, de nuestros muertos, de uno y de otro bando, los españoles aprendiéramos a abrazarnos sin resentimiento.

 

Don Juan Carlos coadyuvó en que volvieran de aquel exilio, forzoso y forzado, muchos españoles que habían dejado sus vidas, sus almas en España y tuvieron que marcharse obligados. Entonces llegaron Santiago Carrillo, y Josep Tarradellas, y Felipe González y tantos otros que fueron fieles marineros del capitán.

 

Este sagaz político, que siempre soñó con su amor incondicional a España, impulsó las primeras elecciones democráticas, la Constitución de 1978, la legalización del Partido Comunista o los famosos Pactos de la Moncloa, en donde todos los partidos políticos se pusieron de acuerdo en realizar la transición, en un ejemplo de concordia hacia todo el pueblo español.

 

Pero el terrorismo vasco de ETA asesinaba un día sí y al día siguiente también, mientras la economía se sustentaba con pinzas –con una inflación galopante y con tasas de desempleo relevantes-. Además, teníamos que ganarnos el respeto de la Comunidad Internacional que veía una imagen distorsionada de esa España que se abrió a la libertad, pero que lastraba rémoras dictatoriales. Fue el rey don Juan Carlos quien tuvo que dar la cara para cambiar la imagen de España.

 

El 23 de febrero en 1981, la historia de España pudo haber dado un giro de 180 grados, si no hubiese sido por una de las actuaciones más importantes de don Juan Carlos. Mientras el militar Antonio Tejero y sus adláteres secuestraban el Parlamento para volver a la dictadura, don Juan Carlos se uniformó de Capitán General y salió en las pantallas de las televisiones de toda España en un mensaje tranquilizador. El golpe de Estado no fructificó. El Rey sacó pecho, se puso el primero para luchar contra los golpistas y los neutralizó. Y lo hizo como lo hacen los hombres, los que se visten por los pies.

 

Don Juan Carlos ha sido el mejor embajador de España. Es un hombre al que se le quiere y se le respeta, uno de los mejores Reyes que ha dado la monarquía española. Pero la maledicencia y el cainismo no son buenos consejeros, y la memoria de algunos españoles es cortoplacista. Por eso, unos cuantos se han quedado con la anécdota, con una visión distorsionada que no tiene nada que ver con la realidad. Algunos guardan en su memoria el último lustro del reinado y han desterrado 36 años que la historia sabrá escribir como años que alcanzaron la gloria gracias a Su Majestad el rey don Juan Carlos I.

 

Recientemente se celebraron en el Congreso de los Diputados los primeros 40 años de democracia. Estaban todos, menos él, el protagonista del barco que, sin embargo, no fue invitado. Imagino que don Juan Carlos debe sentir tristeza, ya no por este hecho, sino por la desmemoria de los maledicentes que lanzan exabruptos sin conocimiento de causa.

 

Pero don Juan Carlos es mucho más grande que esas voces incontinentes. Los españoles estamos en una deuda permanente con el Rey, ese gran monarca, ese extraordinario ser humano.

 

caem