El lunes pasado, Barack Obama presentó su plan para combatir el cambio climático, con el que busca reducir en 32% las emisiones de gases de efecto invernadero para el 2030.

 

Por primera vez, un presidente limitará las emisiones de las plantas energéticas estadunidenses, las cuales, según la Casa Blanca, producen un tercio de estos gases. Se trata del paso más ambicioso que ha tomado una administración estadunidense en dicha materia. Con estas medidas, Estados Unidos busca liderar el combate de lo que el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, ha llamado “el reto que define nuestra época”.

 

En julio pasado –en un acto nunca antes realizado por un presidente norteamericano en funciones– Obama visitó una prisión federal. El motivo fue atraer apoyo bipartidista a su reforma al sistema de justicia criminal. Ésta busca reducir la población de las prisiones federales mediante la reformulación de las sentencias por crímenes menores, y canalizar ese ahorro presupuestal al fortalecimiento comunitario. Hace dos semanas, se convirtió en el primer mandatario estadunidense en visitar Kenia y Etiopía. Durante la gira, habló ante la Unión Africana y le instó a promover la democracia en la región. El acercamiento con esta organización de 54 países tampoco tiene precedente entre sus antecesores.

 

En diciembre pasado, anunció que se restablecerían las relaciones diplomáticas con Cuba. Como elocuentemente lo puso The New York Times, el mandatario “se aventuró a un territorio diplomático al que los últimos 10 presidentes se rehusaron a ir”. La lógica del diálogo es irrefutable. Les quedan pocos años de vida a los Castro; el momento perfecto para influir en el futuro de la isla (promover la apertura democrática) es ahora. Hace tres semanas reabrió la embajada cubana en Washington.

 

Y hace menos de un mes, el gobierno de Obama alcanzó un acuerdo histórico con Irán para que éste limite su programa nuclear. Si bien no se sella la paz, es un gran primer paso para despresurizar –en cierta medida– una de las regiones más conflictivas del planeta. En sus palabras, “(el) acuerdo hace a nuestro país y al mundo más seguro”. Si consigue la aprobación del Congreso, será su mayor logro en política exterior.

 

Ahora contextualicemos estas acciones. Cuando un presidente norteamericano se acerca al final de su segundo periodo –como Obama–, suele perder influencia ya que no puede reelegirse. A esto se le conoce como un presidente lame-duck (“pato cojo”, diría Leo Zuckermann). Por este fenómeno –y sumado a la aplastante derrota de su partido, el Demócrata, en noviembre pasado–, la comentocracia lo daba por muerto.

 

Pero Obama es un optimista. Lo es porque se rehusó a caer en esta categoría. Lo es porque, pese al dominio republicano en el Congreso, emprende acciones de la mayor relevancia con las herramientas que le quedan. Lo es porque se negó a “nadar de muertito”.

 

Ante un problema, la estructura de pensamiento del optimista es más proclive a encontrar soluciones posibles que la del pesimista; esto aumenta la probabilidad de éxito. Emular el espíritu de proactividad que Obama ha demostrado frente a factores adversos, le vendría de maravilla a una clase política mexicana que no logra darle la mano a la sociedad. A México le urgen políticos optimistas.

 

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