A partir de los últimos años de la década de los 90, una oleada populista-progresista se instaló en casi toda la región latinoamericana: Hugo Chávez instaló un “eje bolivariano” en 1999 al que se sumaron los brasileños con Lula da Silva en 2003; los Kirchner en Argentina en el mismo año; José Mujica en Uruguay en 2005; Bolivia votó a Evo Morales en 2006; Fernando Lugo en Paraguay en 2008; Michelle Bachelet en Chile en 2006 y de regreso en 2014.

 

Con estos gobiernos, una bonanza poco antes vista en los precios de materias primas -principalmente petróleo- logró que estos mandatarios progresistas redujeran los niveles de pobreza, desigualdad y desempleo, mientras que el respaldo popular hacia sus gobiernos incrementó sin precedentes.

 

Creo que todos nos olvidamos que la historia reciente ha demostrado que América Latina se mueve periódicamente como un péndulo, un metrónomo, hacia la izquierda, después hacia la derecha, de manera bastante homogénea.

 

La diferencia es que esta vez, el movimiento del péndulo ha respondido a situaciones caóticas, catalizadas por movimientos sociales hartos de corrupción y falta de resultados.

 

La semana pasada, el Senado brasileño votó por destituir por 180 días a la presidenta Dilma Roussef. Esta debacle política respondió a las masivas protestas ciudadanas después de la indiferencia del gobierno ante una ola de escándalos de corrupción que involucra a varios miembros del actual y anterior gabinete por enriquecimiento ilícito, compadrazgo y prácticas desleales a través de la petrolera estatal, Petrobras.

 

La virtual destitución de Dilma fue promovida por un congreso en manos de miembros de partidos de oposición, muchos de los cuales también están salpicados de corrupción.

 

Este caso responde a una tendencia generalizada en la región de voltear hacia una oposición que propone apertura económica y neoliberalismo. Esta alternativa es, sin embargo, igualmente corrupta y poco presente; la población los apoya por el hecho de castigar a sus gobernantes.

 

Así, la época dorada de los populismos latinoamericanos parece llegar a su fin.

 

En diciembre del año pasado, el Ing. Mauricio Macri, uno de los más ricos empresarios de Argentina, conocido por ser propietario del Boca Juniors, asumió la presidencia en su país. Esto marcó una diferencia opuesta con los más de 12 años de gobierno “nacional y popular” encabezado primero por Néstor Kirchner y después por Cristina Fernández, esposa del primero.

 

Su gobierno prometió cambiar una economía basada en subsidios gubernamentales y apoyos populares, bajar niveles de inflación que alcanzaron 25%, regularizar el tipo de cambio, pagar una histórica deuda con los llamados “fondos buitre” -por cerca de 15,000 millones de dólares-, así como abrir el mercado argentino a la inversión extranjera.

 

El caso de Perú también es enigmático. Si bien esta nación andina no se ha destacado por un apoyo a la corriente chavista, todo indica que Perú volteará en sus próximas elecciones a un regreso de las políticas de libre mercado de quien ejerció el poder muchas veces de manera ilegal en la década de los 90: Alberto Fujimori.

 

La mayoría de las encuestas indican que su hija, Keiko, ganará la segunda vuelta de las elecciones el próximo 5 de junio contra su rival, Pedro Pablo Kuczynski. Ambos candidatos siguen propuestas económicas similares, pero un triunfo de Keiko Fujimori traería de vuelta la sombra de su padre, aún preso por cargos de genocidio y abuso de poder.

 

Por otro lado, con la llegada de un crucero estadounidense, conciertos de los Rolling Stones y Major Lazer, así como una pasarela de Chanel en plena calle de La Habana, Cuba es otro actor cuyo cambio de paradigma simboliza la tendencia hacia la derecha de la región latinoamericana.

 

Después de reanudar relaciones con Estados Unidos, histórico rival de la familia Castro, la economía cubana pasa de un socialismo férreo a un modelo más pragmático que busca atraer inversión en sus sectores clave: turismo, agricultura, ganadería y algo de manufactura.

 

El caso de Cuba responde a una seria preocupación por la rampante crisis que atraviesa su principal patrocinador: Venezuela.

 

Desde hace algunos años, Venezuela continúa agregando todos los ingredientes para el desastre político, económico y social. Sin embargo, este año la crisis se ha agravado aún más con una profunda complicación de los problemas de escasez alimentaria, estancamiento económico e inflación, sin contar los homicidios y secuestros –Caracas se considera la ciudad más violenta del mundo.

 

El régimen de Maduro se encuentra ya en una fase insostenible. Un caso ilustrativo es el decreto presidencial de reducir la semana laboral de 5 a 3 días por una escasez de energía eléctrica.

 

La frustración y el descontento generalizado ha llevado a los ciudadanos a las calles, en ocasiones causando saqueos de alimentos y asaltos, mientras que el gobierno se rehúsa a propiciar el diálogo.

 

Maduro decretó un estado de emergencia el pasado fin de semana como una medida para mantener su poder, el cual la oposición, tanto política como social, está desafiando en las calles.

 

La continuidad del régimen de Nicolás Maduro es especialmente preocupante para aquellos gobiernos progresistas que se aliaron en su momento con Hugo Chávez, ya que los venezolanos los han abastecido con petróleo subsidiado, indispensable para su propia subsistencia.

 

Esto es particularmente angustiante para el pueblo cubano, cuya autosuficiencia no está asegurada y sus finanzas se encuentran por los suelos.

 

De esta manera, el panorama de los próximos meses en América Latina parece poco alentador. Con las actuales crisis en los sistemas políticos de Venezuela y Brasil -especialmente en el primero, cuyo gobierno se resiste a ceder-, se pronostica una caída aún mayor de los ingresos públicos, una mayor deuda y, sobre todo, mayor frustración social.

 

Todo indica que el único que resultará menos afectado en esta convulsión sería México, cuyo (relativo) estable sistema político podría llegar a ver un beneficio en sus exportaciones petroleras, contra las de Venezuela y Brasil.

 

Y nuevamente estamos presenciando como, esta vez con convulsiones sociales en Brasil y Venezuela, el péndulo latinoamericano vuelve a girar a la derecha.