Una pregunta rebota en Rusia: con base en lo visto y vivido en la Copa Confederaciones, ¿cómo será la próxima Copa del Mundo?

 

 

Y mi respuesta es que, por numerosos motivos, será muy similar a la de Brasil 2014: por tratarse de dos países BRICS con sus procesos de desarrollo súbitamente truncados (la caída del precio de los commodities; la devaluación tanto del real como del rublo; cierta burbuja inmobiliaria, recordando que las hipotecas en Rusia hoy piden 18 por ciento de interés al año), por la inmensa extensión geográfica que los asemeja, por las demoras en las construcciones de estadios, por la brecha creciente entre ricos y pobres, porque de cualquier modo ambos tienen clases medias que crecen y batallan por estabilizarse (paradojas: acceso a televisión por cable y teléfono inteligente, aunque quizá sin vivienda digna o sin acceso a agua potable), por las infraestructuras insuficientes en términos de movilidad y alojamiento.

 
Establecido todo lo anterior, viene un punto fundamental para los latinoamericanos: que Rusia 2018 será muy similar a Brasil 2014…, pero con un choque que por cercanía idiomática y cultural, en Río de Janeiro o Fortaleza no padecimos.

 

 
A los desafíos brasileños, que ciertamente no fueron pocos, habrá de añadir ese grado de extrañamiento e incomprensión ante una abrumadora mayoría de locales que desconoce lenguas ajenas y no está habituada a interactuar con foráneos (Sochi: meca del turismo local, apenas recibe a 3 por ciento de extranjeros). No es asunto menor. En mis visitas anteriores a Rusia, cuando no lograba decir palabra, me convencía de la antipatía y rudeza de los lugareños, estereotipo que queda desterrado al conseguir cierto nivel de comunicación; ahí, incluso, comienza una agradable hospitalidad.

 
Los medios británicos, quizá impregnados del contexto geopolítico actual, han presentado al próximo Mundial como un festival de hooliganismo. Nadie duda que los aficionados más extremos de este país retoman comportamientos de los viejos hooligans ingleses y que además están contaminados por nociones racistas; en todo caso, la experiencia en esta Copa Confederaciones ha sido gratísima: de convivencia cordial, de respeto al rival, de un evidente gozo por acercarse a otros pueblos (si no, pregunten a los mexicanos que debieron posar con sombreros y sarapes con cientos de rusos).

 
Eso no cambia temas preocupantes: hackers, el dopaje de Estado que ahora se vincula con la selección de futbol, la llamada ley anti propaganda gay, las detenciones masivas en una reciente marcha contra la corrupción y las incursiones de su ejército en porciones de territorio de sus vecinos Georgia y Ucrania.

 
Al mismo tiempo, todo aquí acontece desde unos contundentes niveles de aceptación del presidente Vladimir Putin (una encuesta publicada este lunes, lo ubicaba en segundo lugar de los hombres más relevantes de la historia, sólo detrás de Stalin); la toma de Crimea se justifica con que en 1954, el líder soviético Nikita Khrushchev obsequió la península a los ucranianos; el rol ruso en Siria se aplaude; el regreso a un plano primordial de relevancia internacional, devuelve a los rusos a lo que escucharon de cuando se venció al fascismo, se mandó al espacio a Gagarin y se rivalizó con Estados Unidos en la Guerra Fría.

 
Políticamente, será un Mundial complicado y, a este paso, tiende a complicarse aun más. Por paradójico que resulte, estando en las ciudades sede no lo será tanto…, o no mucho más que Brasil 2014, lo que tampoco es poco.

 
Twitter/albertolati

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.