La cofia de Jalil está ajironada. Tiene, además, polvo impregnado como si formara parte de la decoración. Es de un blanco macilento como testigo de muchos enfrentamientos con las tropas israelíes.

 

De los vértices cuelgan unas borlas que se las ata a la altura de la nuca para que no puedan ver su rostro. Pero su voz y su complexión le delatan. No creo que llegue a los 20 años.

 

Es muy delgado como si viviera en una vigilia permanente. Me imagino que eso le ayuda a correr cada vez que se encara contra los soldados israelíes a base de pedradas y cocteles incendiarios.

 

Jalil nació en Ramala. Me cuenta que hoy estudia ingeniería electrónica. Cuando estoy hablando con él es algo más de mediodía en Ramala, la capital administrativa de Palestina.

 

Acaba de salir de la universidad. Ha quedado en un lugar concreto con sus compañeros.

 

Todos visten igual. Llevan tenis, pantalones de mezclilla y cofias como si fueran un ejército urbano nacido de la idea de conseguir una Palestina libre.

 

-No tengo mucho tiempo para hablar contigo- me dice en un inglés con un marcado acento árabe.

 

-Tengo que seguir con mi lucha y luego me voy a estudiar. Mañana tengo un examen.

 

Y me lo cuenta como algo normal; algo que es extraordinario para un occidental, pero normal y consuetudinario para alguien acostumbrado a una guerra que ha vivido toda su vida.

 

Jalil lo lleva en el ADN. Ya lo vivieron sus padres en las intifadas anteriores; la primera en 1987, conocida como la “Guerra de las Piedras” y la segunda en 2000, cuando el entonces todopoderoso Ariel Sharon se paseó por la parte árabe de Jerusalén en un acto de provocación que al final costó cerca de mil muertos, durante los años de aquella segunda intifada.

 

Y lo lleva en el ADN, en la sangre, porque lo vivieron sus padres, y antes sus abuelos y mucho antes sus ancestros. Lo mismo que los judíos, que hoy son los poderos, pero que parece que ya hemos olvidado toda su tragedia, las diversas diásporas y el sufrimiento permanente que tuvieron que vivir a lo largo de miles de años.

 

Hoy, al ver a Jalil cómo lanza con desesperación esas piedras, me doy cuenta de la rabia acumulada porque a cada uno le duele lo suyo. Pero también entiendo que Israel se defiende de su enemigo. Porque no tiene uno. Todos sus vecinos lo son. Egipto, Siria, Transjordania, el Imperio Otomano, Líbano, Irak; todos ellos y otros muchos han querido acabar con Israel a lo largo de la historia. Pero si algo ha hecho fuerte a este pequeño país ha sido la unión religiosa, a pesar de la diáspora.

 

Eso es lo que ve Jalil, y eso es lo que quiere para Palestina, una unión real.

 

La piedra que lanza el joven Jalil no es sino para llamar la atención para la unidad de los musulmanes y, en el fondo, para un diálogo franco, sin piedras ni armas. Si entre todos lo consiguen, se llegará a una paz de verdad.