Un buen reloj para causar buena impresión. Una obra de arte para apantallar. Un coche para aparentar. Mensajes cosméticos. El maquillaje de la apariencia que busca ocultar imperfecciones anímicas y complejos de inferioridad en un mundo deslumbrado por el narcotizante capitalismo de humanizado.

 

El de la apariencia como mensaje seductor es un fenómeno cada vez más evidente en un mundo donde la impresión tiene cada vez más valor para las personas. En un mundo donde pareciese que solo hay una consigna: Acumular dinero para ser rico sin importar los cómos.

 

Un mundo donde se está descuidando un principio fundamental: La riqueza no la da el dinero. Se puede tener dinero pero ser pobre. Ser millonario y ser señalado como corrupto o delincuente. Ser acaudalado pero carecer de reputación, aceptación, categoría y de respeto.

 

Ahora bien, se puede ser millonario y ser rico. Trabajar en una actividad lícita y con impacto social positivo, contar con tiempo para la familia, tener tiempo para hacer ejercicio y cultivar buenos hábitos, disfrutar de manifestaciones artísticas, comer bien, viajar… desarrollar esa sensación de sentirse realizado y pleno.

 

Pero también se puede tener riqueza y no tener dinero de sobra. Trabajar Para vivir, siendo solidario, siendo creativo para mejorar el entorno de vida y en términos generales sintiéndose feliz con la vida y con lo conseguido.

 

En cualquier caso la verdadera riqueza radica en sentirse feliz. Tener el ánimo resuelto. Estar en alineación perfecta con la vida. El dinero, ese llega por decantación con una actitud positiva.

 

Cualquier persona que trabaja en una actividad que ama, no trabaja, disfruta lo que hace. Se divierte produciendo. Una persona apasionada en su trabajo es creativa, inventa e innova: Crea mejores o nuevas formas de hacer las cosas.

 

Hoy en día pareciera que los jóvenes van a la universidad a aprender argumentos para ganar dinero. Los mueve la promesa de lograr el éxito a partir de un título profesional, no el interés de descubrir el secreto para sentirse en alineación perfecta con la vida.

 

Las universidades -en su mayoría no todas- siguen creando empleados. No ejercitan ni fomentan el espíritu empresarial.

 

Hace poco alguien me preguntaba: ¿Y qué pasaría si todos los estudiantes fueran empresarios? En ese supuesto extremo, pues seríamos un país exportador de talento empresarial generador de empleo en el mundo.

 

Pero como divagar en ese polo de la fantasía resulta ocioso, resultaría reconfortante que las instituciones de educación superior lograran identificar un solo talento emprendedor por aula, uno nada más en cada grado, para impulsarlo, formarlo y apoyarlo.

 

Ese talento potencialmente podría crear en el mediano plazo tantas plazas de empleo como el número de alumnos de su universidad.

 

Seguir formando cuadros profesionales que aspiran, a partir de una promesa fantasiosa vendida por las universidades, es formar gente adoradora de las apariencias, de ese cosmético que suele ocultar frustraciones, complejos, incompetencias.

 

Las apariencias hipnotizan a mentes débiles, a mentes con bajo nivel de escolaridad. La lógica es, para ponerlo en términos gráficos, ‘si mi tío Juan de Tamaulipas, Sinaloa, Michoacán… trae camionetas de lujo, celular de lujo, relojes de lujo, propiedades de lujo, mujeres, restaurantes de lujo, viajes de lujo… quiero ser como él, hacer lo mismo que él sea lo que sea’.

 

En esa lógica simplista que deja de lado, evidentemente, muchos aspectos de sicología y fenómenos sociales, se puede identificar a diversos ‘empresarios’ cuyos giros ilegales inspiran y detonan los sueños de los más jóvenes, de ellos que parece están dispuestos a hacer lo que sea por hacer suyos los ‘valores’ ficticios asociados a la apariencia que comunica el ‘tío Juan’.

 

Mientras existan políticos que sigan operando en función de sus intereses personales y de los vinculados a sus partidos políticos y los ciudadanos sigamos siendo cómplices de los primeros al no exigirles rendición de cuentas y soportarlos en sus cargos, México seguirá siendo presa, entre muchas otras cosas, de los costos del éxito de la apariencia.