El futuro fue suyo como casi de nadie: a los diecisiete años ya se le veía heredero del trono brasileño del balón al conquistar el Mundial sub-17 con la verdeamarela; a los dieciocho ya era convocado a la selección mayor; a los diecinueve ya era figura en una Copa América y una Copa Confederaciones, obligando a que se reacomodaran los nombres del scratch du oro: el hasta entonces Ronaldinho (Ronaldo Luiz Nazario de Lima) pasaría a ser simplemente Ronaldo y él, el nuevo Ronaldo (de Assis Moreira), sería Ronaldinho Gaúcho en honor al gentilicio de su Rio Grande Do Sul; a los veintidós ya era estrella rutilante en una selección campeona del mundo; a los veintitrés ya daba la espalda al Manchester United (que lo buscaba como reemplazo mediático del recién fichado por el Real Madrid, David Beckham), para irse en traspaso millonario al Barcelona (que de raíz edificaría un nuevo proyecto en torno a su sonriente majestad futbolera); a los veinticuatro, como no podía ser de otra forma con tamañas condiciones, ya era elegido mejor futbolista del planeta; a los veinticinco repetía el galardón; a los veintiséis llegaba a Alemania 2006 con todos los reflectores del mundo…, y comenzó su declive.

 

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Una carrera que fue demasiado de prisa, tanto como después la caída: de serlo todo, pasó pronto a casi nada, a mera nostalgia, a quedar como ruina del breve monumento del balón que ahí, triunfante, se erigió.

 

A los treintaicuatro años, justo cuando tendría que estar finalizando su andar europeo rebosante en trofeos y apenas listo para regresar a despedirse en campos brasileños, ha rescindido su contrato con el Atlético Mineiro tras haber sido sustituido en numerosos partidos a causa de su bajo desempeño: otro sitio, como casi todos, del que se va mal.

 

¿Por qué no acudió al último Mundial, jugado en su tierra? Por razones parecidas que le marginaron del de Sudáfrica 2010: no por falta de condiciones, sino por ausencia total de disciplina. Y tanto futbol trae de origen, que incluso así se le extrañó, que incluso así se pensó que podía sumar algo más, que incluso así se le recordó cuando Neymar se había lesionado y no existía en la cancha quien agarrara la pelota, se pusiera a crear, dictara tiempos, hiciera a los demás jugar.

 

La historia de Ronaldinho es, en términos meramente futbolísticos, trágica. El tipo cuya sonrisa y genio iluminaron estadios en sus primeros veintes, que un día decidió no entrenar más, abandonar todo compromiso, llegar borracho a los entrenamientos.

 

Ronaldinho, como muchos otros a lo largo de la historia, no pudo cargar con el rótulo de mejor futbolista del planeta (o no supo cómo, o no quiso). Ni el primero ni el último atorado en esa paradoja: Garrincha como ruina humana semanas después de su cénit en Chile 62, George Best desplomándose a los veintiséis años, Paul Gascoigne y sus eternos escándalos, Adriano y su renuncia al apodo de emperador… A todos ellos, y muchas deidades menores del futbol, alguna vez se les aplaudió la indisciplina, se aseguró que a ellos no les hacía falta, se afirmó que la indolencia era parte de su personaje, hasta que ya no hubo manera de controlarlos, o de apoyarlos, o de dirigirlos, o de entrenarlos.

 

Ronaldinho dejará el Atlético Mineiro e irá a lo que sigue. ¿A qué? A seguir cobrando y jugando cada que le dé la gana, que es precisamente lo que ha hecho desde 2007, cuando Pep Guardiola entendió que en su Barcelona no cabía quien un año antes era visto unánimemente como mejor jugador del orbe.

 

En resumen, un desperdicio.

 

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