Un popular conductor de un programa de televisión de revista, invitó para la emisión difundida el 18 de diciembre a una sexóloga para hablar sobre orientaciones sexuales. A media entrevista, y al no estar de acuerdo con los dichos de la especialista, la espetó y le dijo que los homosexuales eran personas “anormales” que actuaban con “demencia animal”.

 

Una persona que registró el episodio protagonizado por el conductor Esteban Arce, subió a YouTube la emisión de ese programa un día después, y se preguntó: “¿Quién es este tipo para decidir qué es normal y qué no? Esteban Arce sólo deja ver su ignorancia al respecto de la condición humana”. Ese día su puesta en internet tuvo apenas 21 comentarios, pero sembró una fruta que parece estar bien podrida.

 

La fruta se abrió el 4 de enero pasado. Ese día fue colocado el clip del programa en Twitter y la viralidad de esa red social desató un acalorado debate. O mejor dicho quizá, se inició un linchamiento colectivo en contra de Arce, con demandas en esa red y en Facebook para que Televisa, la empresa que transmite el programa, lo despidiera.

 

La intensidad retórica alcanzó niveles inflamatorios, y el presidente de Televisa, Emilio Azcárraga, envió un mensaje desde su propia cuenta de Twitter en el que no dijo nada, salvo realizar un control de daños al mostrar que era sensible a la discusión.

 

Las descalificaciones e insultos que se profirieron contra el conductor en las redes sociales llegaron a rebasar el nivel de violencia verbal que utilizó el mismo Arce en la descalificación profesional de la especialista y en la caracterización que hizo de los homosexuales.

 

Un gran volumen de los comentarios en contra de él buscaban callarlo, taparle la boca, e impedir que se expresara, sin muchos argumentos pero con abundancia de palabras con altos niveles en decibeles. Arce, quien había utilizado un lenguaje soez y profundamente insultante no sólo para una comunidad sino para cualquier persona con sentido común, pagó la factura en los mismos términos.

 

La discusión duró toda la semana y continuaba ésta, montada sobre la lógica de la censura a gritos e insultos. El tema de la libertad de expresión fue una discusión secundaria, porque fue opacado por un fenómeno que venimos arrastrando los mexicanos desde hace varios años y que el episodio de Arce no hizo más que recordarnos que tan extendido lo tenemos sobre la epidermis nacional y que peligroso es para la salud de una sociedad que ni siquiera está consciente de ello.

 

Es el discurso del odio, que se ha vuelto tan recurrente en nuestra vida cotidiana y es parte tan natural del paisaje nacional, que no nos detenemos a pensar hacia dónde vamos.

 

El discurso del odio es abusivo, es insultante, es intimidador y hostiga. Discursos de odio siempre han puesto su marca sobre las sociedades, y suelen subir de intensidad cuando van acompañados por tensiones políticas o asuntos públicos que de sí polarizan. En México, el discurso de odio se desató con la combinación de dos disparadores que coincidieron en tiempo y espacio. El primero fue la lucha política donde el gobierno del entonces presidente Vicente Fox se empeñó en que por un delito menor -que representaba una pena administrativa menor- el entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, fuera enviado a la cárcel.

 

Esa lucha se inscribía en los prolegómenos de la sucesión presidencial, que se tradujo en una polarización social y política donde inclusive muchos mexicanos que no compartían las ideas de López Obrador, se sumaron a sus legiones de defensores ante lo que veían como un abuso de poder.

 

Al hecho político se le sumó en ese momento el despegue de la comunicación horizontal entre los ciudadanos y los medios de comunicación, donde se empezó a desmantelar la estructura vertical y filtrada que durante generaciones caracterizó a la prensa, que ser vio forzada a dejar de hablar sólo con los gobernantes y empezar a dialogar con los gobernados.

 

La polarización que mostraron los medios en la lucha política se trasladó a la sociedad. Desde entonces desaparecieron los grises y todo se enmarcó en el blanco y el negro. No había adversarios sino enemigos; quien no era incondicional era un rival.

 

La belicosidad con la que trataban los periodistas a los actores políticos tuvo un reflejo en la belicosidad con la que grupos sociales trataban a los periodistas. Varios políticos contrataron servicios de call centers para que tan pronto como saliera un comentario negativo de su patrón, se saturara con spam e insultos el correo electrónico o los comentarios en donde aparecía su opinión.

 

A varios de los conductores de noticieros más visibles se les llegaron a hacer juicios sumarios virtuales y sus efigies de cartón fueron quemadas como si estuviéramos en el medioevo. Lo notable no era sólo la partición de la sociedad, sino los grados de violencia que alcanzaba una discusión que muy pocas veces fue racional y muchas, en cambio, apasionada y beligerante.

 

Junto con ello llegaron amenazas de muerte a periodistas, que al ser divulgadas sólo provocaron un mayor enrarecimiento social. La polarización ya no desapareció. El discurso del odio tampoco. Lo que sí sucedió es que un fenómeno circunscrito al ámbito de la política se socializó en intensidad amenazante a los asuntos de interés público.

 

El episodio desatado por el conductor de televisión nos enseñó qué tanto hemos avanzado en dirección de la destrucción de nuestras normas sociales. Hemos perdido tantos referentes que contribuyan al ordenamiento de la sociedad, que se ha vuelto una moda que en los medios se utilicen palabras altisonantes que remplacen las ideas y los argumentos.

 

En noticiarios de radio y televisión han alcanzado tales volúmenes que la autoridad, que sanciona ese tipo de palabras al aire, ya no hace nada. Los propios políticos, carentes de recursos retóricos, enfatizan con el lenguaje soez sus estados de ánimo. La pérdida de la calidad del lenguaje no es una causa, sino una consecuencia de lo que estamos avanzando hacia atrás.

 

En esta lógica llevamos ya casi un lustro, pero podemos seguir agudizando el fenómeno social porque no se están poniendo frenos, ni restableciendo marcos de referencia. En una sociedad donde la muerte cada vez se socializa más convirtiéndose en un asunto estadístico, nadie puede garantizar que los crímenes de odio no comiencen a darse.

 

La violencia verbal sí ha ido escalando. Los políticos, los medios, los actores sociales que están en condiciones de ponerle un alto, no están haciendo nada. Al contrario, lo estimulan inconscientemente. Está bien. Si eso queremos como sociedad, eso estamos logrando. Pero después no nos digamos sorprendidos y, como en tantas otras cosas en nuestra vida nacional, empecemos a arrepentirnos cuando ya sea demasiado tarde.

 

*Publicado en la edición digital del periódico español  El País  el 13 de enero de 2010.