Pocas irrupciones en el planeta deporte han sido tan fulminantes. Como si del advenimiento de un asteroide se tratara, con toda la simbología de cambio de ciclo que eso representaba para los antiguos, el cometa Tiger Woods fue visto acercándose a la Tierra por primera vez a fines de los setenta: con menos de 3 años de edad, era invitado a programas televisivos deseosos de confirmar su don sobrenatural.

 
No era más que un niño, pero estaba llamado para triturar registros a cada día: como adolescente, como amateur, como universitario, como recién debutado profesional, su carrera no se planteaba contra sus contemporáneos ni contra sus antecesores, sino contra sí mismo: él, solo, cara a cara, ante el abismo de la eternidad.

 
Más allá del deporte, Estados Unidos se había decidido a encontrar en el golfista a su hijo predilecto. Apenas se había incorporado a la PGA y las revistas ya le dedicaban portadas resaltando su variada ascendencia: si la parte china, si la tailandesa, si la afroamericana, si la indígena, si la europea, que le llevó a inventarse para sí mismo el término Cablinesian, con letras de cada etnia que contribuyó a ese crisol de carne y hueso.

 
Producto de mercadotecnia idóneo, reconciliación con un pasado en el que la piel negra no tenía acceso a los campos de golf más que en roles serviles, con un carisma incluso más poderoso que su capacidad para jugar, Tiger asumió el trono para el que lucía predestinado. Su deporte, hasta antes posicionado como asunto de personas maduras o mayores, le agradeció tamaño influjo de reflectores y millones.

 
Finalmente, en noviembre de 2009, justo cuando estaba cerrando esa década prodigiosa que le vio ganar 14 de sus 18 Majors, el spot perfecto terminó. Tiger retomaba las mismas portadas, aunque ahora por escándalos maritales, por adicciones, por una vida personal ya no lo idílica que siempre se pensó.

 
Desde entonces no se baja de la montaña rusa. Retoma cierto ritmo y de inmediato compite con los mejores. Entra en algún tipo de crisis y vuelve a salir del serial. En el episodio de este lunes, fue detenido por conducir bajo sustancias estupefacientes, con un rostro muy diferente al flamante, conquistador, desafiante, de épocas cada vez menos recientes.

 
Integrado al listado de los grandes deportistas que no han podido cargar con el estigma de su celebridad, cualquier día Tiger Woods admitirá que hubiera cambiado tanta gloria por una vida normal. De preferencia, haciendo lo que era su pasión, jugando golf, pero lejos de tanto escrutinio, de tanta exigencia de perfección, de tanta necesidad de verlo impecable, acaso porque los que así lo queremos contemplar sabemos que nunca lo seremos.

 
La misma maquinaria del espectáculo que le encumbró, hoy es la que le tritura. El príncipe destinado al “vivió feliz por siempre”, hoy se conforma con vivir en paz…, todo un reto tratándose de alguien que alguna vez surgió como cometa que se acerca al planeta.

 
Twitter/albertolati

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