Conocer un yacimiento minero es, sin duda, un atractivo turístico en cualquier lugar del mundo. Pero si la mina se encuentra bajo el Océano Pacífico, en las entrañas de la Tierra, y recibe el nombre de “Chiflón del Diablo”, la visita se convierte en una aventura de dimensiones insospechadas.

 

Ubicada en la ciudad costera de Lota, 552 kilómetros al sur de Santiago, el camino hacia el “Chiflón del Diablo” suele confundir a los visitantes. El acceso al lugar se encuentra en medio de una población, cuyas casas y calles no dan cuenta que estamos cerca de una mina de carbón ni tampoco de un atractivo turístico.

 

La entrada a este Monumento Histórico Nacional, un tanto escondida y con un estacionamiento pequeño, contribuye a confundir aún más a los turistas, quienes tras el pago de la entrada deben esperar el turno para bajar a la mina en un “pueblo minero”, que fue recreado por los productores de la película “Subterra” (2003).

 

A la hora señalada por el guía pasamos a una sala “para equiparse y bajar a la mina con seguridad”. Un casco minero con su correspondiente luz y una pesada batería colgada a la cintura son los elementos que nos permitirán ver el lugar donde miles de personas trabajaron por decenas de años en precarias condiciones.

 

Concluida la “charla de seguridad”, caminamos por un sendero aledaño al “pueblo minero” en compañía de nuestro guía, Roberto Rojas, un ex minero que comenzó a trabajar de niño en el “Chiflón del Diablo” y que, tras el término de las faenas, en 1997, se quedó para guiar a los turistas y seguir teniendo un trabajo para vivir.

 

Nos advierte de la oscuridad, del agua presente en los peldaños de la escala que conduce hacia las profundidades de la mina y de la necesidad que el grupo, de unas 15 personas, siempre se mantenga unido y nadie se quede atrás.

 

Llegamos al final de un pasillo hasta el pozo donde se encuentra una jaula metálica para cinco o seis personas. Apretados, y casi conteniendo la respiración, comienza el descenso de unos 20 a 30 metros hacia una de las galerías del yacimiento, el que estuvo en plena explotación a partir de 1857.

 

La humedad es notoria. El agua cae desde las alturas y nos recuerda que la mina está bajo el Océano Pacífico. Rojas, al final del pozo, nos cuenta que ésta es una jaula pequeña, ya que aquella usada por décadas para llevar a los mineros a las profundidades del yacimiento era de tres niveles, para casi 40 hombres en cada uno de ellos, y se encuentra en un sector cerrado de la mina.

 

“Las condiciones de trabajo siempre fueron malas. El turno, de hasta 12 horas de trabajo, comenzaba cuando uno tomaba el martillo perforador y comenzaba a sacar el carbón. Pero para llegar a ese lugar uno podía demorar hasta dos horas. O sea, nos demorábamos como cuatro horas sólo en el trayecto desde el casillero hasta el frente de trabajo”, recordó.

 

Añadió que “uno caminaba bastante para llegar a la jaula. En ella se bajaban centenares de metros en pocos segundos, porque la soltaban casi en caída libre, hasta cerca de 800 metros de profundidad. Allí uno debía tomar un sendero y caminar dos o tres kilómetros más para llegar al lugar de trabajo”.

 

“El techo de la mina tenía en algunos lugares un metro de altura, por lo que había que caminar agachado. Ya en el frente de trabajo, uno se acostaba para taladrar y sacar el carbón en pasillos que uno construía hacia los costados. Era un trabajo extenuante, a oscuras, con calor y en condiciones que cuesta imaginar a quien no vivió la experiencia”, dijo.

 

La columna de turistas escucha con atención al ex minero. Su relato sobre las condiciones de trabajo en la mina son impactantes. Miles de personas, por décadas, pasaron por el “Chiflón del Diablo”, incluidos niños de ocho años que eran amarrados a las vigas para que perdieran el miedo a la oscuridad y se acostumbraran al trabajo.

 

Rojas nos pide sentarnos en unas bancas “colocadas en forma especial para ustedes, porque acá no había nada cuando la mina estaba activa”. Nos enseña un tambor que usaban de baño, los piques abandonados por derrumbes y nos pide apagar las luces de nuestros cascos “para que conozcan la oscuridad verdadera”.

 

“La luz del casco era vital para sobrevivir. Cuenta la leyenda que algunos mineros se perdían en los túneles de la mina y nunca más se les volvía a ver”, indica con una voz de misterio.

 

Luego pide encender las linternas nuevamente para conocer el frente de un pique y ver las condiciones en las cuales trabajaban. Demás está decir que todos aguantamos segundos en esa incómoda posición y con un pesado martillo hidráulico en las manos.

 

Los mil 500 mineros que llegaron a trabajar por turno en el “Chiflón del Diablo”, que cuenta con ventilación natural, sacaban unas 250 toneladas de carbón diarias, lo que trajo la fortuna a los dueños del yacimiento, la aristocrática familia Cousiño.

 

El calor, unos húmedos 25 grados centígrados, ya comienza a molestar. Parece que el tiempo calculado para los visitantes está medido por reloj porque el ex minero y hoy guía turístico nos indica que el viaje por las entrañas de la mina de carbón está llegando a su fin. Eso sí, nos tiene reservada una sorpresa final.

 

“El camino dará dos vueltas. Yo los esperaré en la última curva para despedirme y ustedes subirán solos por la escalera hacia la superficie”, precisa Rojas. Dicho y hecho. Nos despedimos y comenzamos a subir una eterna, húmeda y resbalosa escalera, la que se construyó por el mismo lugar que se ocupaba para sacar el carbón desde las profundidades del yacimiento.

 

Tras algunos minutos de una extenuante escalada llegamos a la superficie, devolvemos los equipos de seguridad y reflexionamos sobre lo que deben haber vivido las miles de personas que trabajaron por décadas en precarias condiciones para llevar el sustento diario a sus hogares, muchos de ellos desde que eran niños, como Roberto, para quien el “Chiflón del Diablo” sigue siendo su vida: ayer como minero, hoy como guía turístico.