La violencia existe: en las calles, en la rutina, en el mundo; tanto en el deporte (aunque, a menudo y por fortuna, de otra manera) como fuera de él.

 

A nadie en su sano juicio le puede hacer sentido que un joven tocado por el destino para ser millonario, famoso, admirado, perseguido por mujeres, casi omnipotente, lo pierda todo por no tener la capacidad para controlar su temperamento, sus relaciones, sus dinámicas de agresión, su contexto. Máxime si esa varita mágica decidió colmarlo de tamaña suerte a cambio de dedicarse a lo que siempre le apasionó, que era jugar futbol americano.

 

aaron_hernandez_EFE

 

He dicho casi omnipotente, y acaso en el imprescindible “casi” radica parte del problema. Sólo una pequeña parte, porque la realidad es que si hay violencia en todo rubro de la vida y confín del planeta, si el uso de armas de fuego es tan habitual en el país donde se suscitó el incidente, si la única diferencia entre Aaron Hernandez y los múltiples condenados por asesinato en primer grado es su celebridad como ala cerrada, entonces queda claro que tarde o temprano, con mayor o menos recurrencia, un muchacho tocado por la varita mágica deportiva seguirá tales pasos.

 

2013, el año en que el jugador de los Patriotas de Nueva Inglaterra privó de la vida a Odin Lloyd, registró las siguientes cifras en la Unión Americana: cada día 32 fallecidos por arma de fuego o, lo que es lo mismo, en torno a 12 mil anuales según datos de Slate.

 

Lo de Hernandez, sin embargo, tampoco reúne elementos como para generar la conmoción que se vive hoy en la NFL, sea en sus cercanos, sea en sus ajenos. Sobre todo, si se consideran sus antecedentes. En 2007 ya había golpeado al empleado de un bar en el que se negaba a pagar su consumo. En 2010, al ingresar en el draft de la NFL, era visto como una contratación riesgosa por sus problemas de exámenes de antidoping fallidos y consumo de mariguana; eso propició que pese a su rutilante talento no se le eligiera hasta la cuarta ronda.

 

Por esa época trascendió que su padrastro había apuñalado a su madre (lo que, obviamente, no fue su culpa, pero describe su entorno). En 2012 se le involucró en otro episodio de asesinato, dos personas tras una riña de bar, cuyo juicio todavía no deslinda responsabilidades. A inicios de 2013 se le vinculó con un tiroteo en Miami. Tiempo atrás ya existía preocupación por las personas de las que se rodeaba; su padre (estrella deportiva local) ya había externado esa intranquilidad antes de morir en 2006, en otro incidente que marcó la vida de Aaron (y, siendo precisos con las fechas, sus registros de problemas legales comienzan exactamente al perecer su padre).

 

Historial muy complicado que ha terminado de la peor forma con la cadena perpetua. En muchas situaciones debemos de meditar qué estamos haciendo con los ídolos del deporte, cómo los estamos preparando para soportar vivir sobre esa ola, qué elementos, preparación, educación, les estamos concediendo a la par de los millones de dólares, la súbita celebridad y el fomentar que se sientan por encima del bien y de mal (la casi omnipotencia antes mencionada). Debate fundamental y a menudo pospuesto, aunque la realidad es que lo de Aaron Hernandez parece trascenderlo.

 

Por supuesto que he conocido a deportistas que antes estuvieron en todo tipo de problemáticas (crimen organizado, abuso, chavos banda, droga, inclusive niños soldados), utilizando el deporte precisamente para salir y dictar un maravilloso ejemplo.

 

El destino de Aaron, que por momentos parecía tocado por las hadas más amables, era sin embargo otro. Y la culpa en este caso no es del impacto psicológico de acceder de pronto a todo, sino de la violencia que existe en la calle, en la rutina, en un país acostumbrado a las pistolas, y que eventualmente tiene que llegar, como no puede ser de otra forma, a quienes son parte del circo deportivo.

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