La identidad mexicana es mucho más que los símbolos estatales, es un conjunto de valores éticos, religiosos, estéticos e intelectuales: es una cultura.

No hay que protegerla sino de sus protectores”.

Daniel Cosío Villegas

No hay nada más mexicano que automedicarse y gastarse el dinero que no se tiene”.

Escuchado en un café de la Ciudad de México

 

Mi primera noción de país me la dio el fútbol. Recuerdo poco los honores a la bandera y demás rituales que, en ese momento, ni entendía ni me importaban. Era el Mundial de Francia 98, y tenía 7 años. Aquél empate México-Países Bajos marcó mi vida, no solo por el gol del “MatadorLuis Hernández en el minuto 95, sino porque ahí me percaté, por primera vez, de que era parte de una tribu y estaba entre pares. Primeros brotes de identidad, pues.

 

 

En el otro extremo, también me he sentido menos mexicano que otros. No por ínfulas foráneas o cosas así –muchas ridículas y discriminatorias–, sino porque fui víctima de una visión absoluta –algo influenciada, hoy entiendo, por aquella bastardez germinal que Octavio Paz nos endilga tras su laberinto–: el verdadero México es el indigenismo. Tú y los tuyos –los mezclados– son los polizones de la historia. Curiosamente me lo decía el mestizo primo mayor de un vecino. Yo tendría unos 11 o 12, creo.

 

 

Para sentar esta postura, y no tanto por holgazán, procedo a autoplagiarme: “Esos discursos que etiquetan a nuestro indigenismo anterior a la Conquista como el “verdadero” México, suelen originarse de visiones románticas pero excluyentes. Para bien o para mal, México –como idea, territorio y población– es lo que surgió de aquel choque de civilizaciones. Nuestro indigenismo merece apreciarse, enriquecerse y fomentarse, lo que no debe hacerse es decir que sólo éste es “verdaderamente” mexicano”.

 

 

Así nos vamos percatando que el país cambia cada cuadra; en términos visuales, sociales e históricos. Esquinas que portan indigenismo; glorietas que recuerdan invasión; monumentos que celebran libertad. González Pedrero aborda esta impresión: “México es muchos Méxicos. Uno de esos (…) es el México profundo, el que viene de la etapa prehispánica. Sobre esa primera capa se fueron sobreponiendo otras, a partir de la Conquista: el México de la Colonia, el Independiente, el de la Reforma, el del Porfiriato, el de la Revolución, hasta llegar al de nuestros días: todas esas capas forman (…) México y todas coexisten”.

 

 

¿Qué es el país? ¿Quiénes somos los mexicanos? ¿La mexicanidad es una consecuencia, un detonante o ambas? ¿De qué? ¿Qué nos hace y deshace como pueblo? Preguntas así no encuentran respuesta aquí pero delinean lo que la elusiva promesa de la mexicanidad aún nos debe. Es por esto que sus significados son móviles –dependiendo de su contexto histórico-social– y un tanto cautelosos –dependiendo de sus incentivos–. En los 30, el filósofo michoacano Samuel Ramos detectaba en “El perfil del hombre y la cultura en México” una sensación de inferioridad tras psicoanalizar al mexicano. Tan familiar resultaba su teoría que Ramos marcaría el debate de la mexicanidad furtiva: la existencia o no de dicha inferioridad pasó a ser un filtro obligado en toda discusión antropológica.

 

 

En “El laberinto de la soledad”, Paz ubicaba a ésta como consecuencia primaria del violento choque con Cortés. Origen feroz es destino huraño, parece decirnos. Por eso nos acompaña la negación constante de nuestro principio: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”. En “La jaula de la melancolía”, Roger Bartra, partiendo del símil mexicano-ajolote –ambos con un potencial de transformación real pero desaprovechado–, halla en nosotros una tristeza innata producto del ejercicio histórico del poder: “La definición de “el mexicano” es más bien una descripción de la forma como es dominado, y sobre todo, de la manera en que es legitimada la explotación”.

 

 

De estas interpretaciones debemos caminar hacia lo verdaderamente importante: no el país entendido como idea, sino sus personas. ¿Qué tienen en común una joven adinerada de la Ciudad de México; un afromexicano de mediana edad de Veracruz; un anciano de origen judío nacido en Monterrey; y una niña de la Sierra de Juárez, en Oaxaca? Dirían los rigoristas que estos conviven bajo el mismo mandato constitucional, sí, pero sus historias son diametralmente distintas, así como su personal definición de “México”. Lo único que comparten es saberse parte de un relato: cada uno sabe de la existencia del otro pero buscan no toparse entre sí. ¿Por qué? Porque duele.

 

 

Al cobrar conciencia de lo territorial, la pregunta que todo ser humano se hace alguna vez –¿qué es todo esto?– obtiene su tropicalización: ¿por qué soy mexicano? Más allá de las obviedades casuísticas que nos llevaron a brotar de este suelo, y tras reconocer que algo de malinchismo hay en aquella duda, podemos intuir que ésta es más parte de un trayecto que un lugar de destino.

 

 

Martin Luther King Jr. –aquél pastor baptista que cambió un país– dijo alguna vez que “el arco del universo moral es largo, pero se dobla hacia la justicia”. Nada asegura que esto sea verdad. Pero observando la historia mundial, vemos una tendencia que –con todos sus obstáculos momentáneos– camina hacia una muy rawlsiana justicia como equidad entre los desiguales; es decir, década a década somos un poco menos salvajes, un poco menos arbitrarios, un poco menos intolerantes. Y México, visto por épocas, no ha sido ajeno a ello.

 

 

Un arco, además de ser la “porción de una curva” –definición meramente técnica–, es también un trayecto ascendente, estabilizado y decreciente –si se le ve con cierta movilidad–. La concepción moderna del Estado-nación es, además de reciente, también un arco. Una idea que permeó en el pasado, se fue solidificando, pero que terminará en algún punto siendo algo que originalmente no era. Hoy y aquí me refiero a un arco en particular: el de “México” como Estado-nación; como idea en tres tiempos.

 

 

El país celebrará 207 años del inicio de su Revolución de Independencia. Como todo lo humano visto en perspectiva terrestre, es un país –una idea– muy joven y, por lo mismo, probablemente fugaz pasándola frente a los 4 mil 700 millones de años de edad de la Tierra. La mexicanidad, “México”, pierde sentido si vemos la humanidad desde lejos –tal vez en un par de siglos, lo que se conoce hoy como “México” sean 11 territorios distintos enfrentados entre sí, ¿quién sabe?–. Si nos enfocamos en nuestro arco, ¿podemos decir en qué parte vamos? Pero lo más importante, ¿sabemos hacia dónde doblará éste? Toca hablar de cómo irnos; de cómo quisiéramos ser recordados como pueblo, idea y aportación.

 

 

Para resaltar lo apremiante de estas acciones, aquella frase del economista John Maynard Keynes: a largo plazo, todos estaremos muertos. Así de indispensable es darle un sentido de apostolado social –y no de inferioridad, soledad o melancolía–, al fugaz paso mexicano por este planeta. En este sentido, como México no hay dos; hay cien. No somos únicos. No hay mandato histórico ni mucho menos divino. México es solo el hoy, y sabernos una pizca de historia nos dará perspectiva, pero sobre todo, tolerancia ante la condición humana.

 

 

Nos gusta pensar que toda esta aflicción bicentenaria no será en vano. Que hay algo al otro lado de la montaña. Pero no lo habrá si no lo construimos. Evitemos el tono providencial que raya en lo esotérico –hacerlo nos hará madurar como país–. México, al ser una construcción social, se acabará un día. En tanto, hagamos un territorio sobre esta roca espacial en donde el dolor existente –en el más amplio sentido de la palabra– sea el mínimo para las especies que lo habitan. Distraer a ese pesar inherente al mexicano –existe, no lo niego e incluso creo padecerlo– que, sin embargo, también nos abraza.

 

 

Al final, todos necesitamos lugares y momentos de consuelo por el mero hecho de estar vivos –y los mexicanos somos expertos en la materia–, pero ello no debe guiar nuestra visión del mundo, del país o la colectividad. Requerimos mexicanos de cara al progreso, no desde el pasado –entendiendo que gracias a la globalización, sus traumas y dilemas de diván son cada vez menos determinantes en el direccionamiento de su vida–.

 

 

Ojalá que cuando se acabe “México” digan que éramos un pueblo fuerte, consciente de nuestra humanidad y del milagro probabilístico que fue la propia y las demás. Para la mexicanidad, un carácter cósmico; por encima de los sellos del inventario histórico-social. Vasconcelos no estaba tan equivocado.

 

 

@AlonsoTamez

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