Love is Strange (Dir. Ira Sachs)

 

Es un lugar común de muchas películas románticas terminar con la gran boda: el matrimonio como la meta máxima a la que puede aspirar cualquier pareja, el inicio del clásico “y vivieron felices por siempre”. En Love is Strange, sexto largometraje del estadunidense Ira Sachs, el matrimonio es justo la pieza de torque a partir de la cual todo comienza a ir a pique para George (Alfred Molina) y Ben (John Lithgow), una pareja homosexual que luego de 39 años de vivir juntos deciden casarse.

 

A diferencia de lo que dicta el cliché, George y Ben se casan en una ceremonia muy sencilla, aunque la posterior fiesta en casa de los recién casados se dibuja como una escena acogedora donde familia y amigos cercanos le expresan al par de septuagenarios lo que parece ser auténtica admiración y cariño. “Son un ejemplo a seguir”, dice en sentido brindis la esposa del sobrino de Ben (Marisa Tomei) quien con lágrimas dirige unas palabras a la feliz pareja.

 

A pesar de que el matrimonio entre homosexuales es legal en Nueva York, George pierde su empleo como profesor de música en una escuela católica dado que su forma de vida “contraviene las leyes de la iglesia”, obligando a los recién casados a vender su actual departamento además de pedir a sus amigos y familiares (los mismos que acudieron a su boda) les den asilo en lo que encuentren otro lugar en dónde quedarse. La pareja que por tantos años se había mantenido junta, se tiene que separar para vivir “de arrimados”: Ben en casa de su sobrino y George en el departamento de una pareja de amigos policías.

 

Si esperaban un drama homosexual, no lo encontraran aquí. El guión (escrito a cuatro manos por el director junto con Mauricio Zacharias) no sólo evita hacer mayor comentario sobre las parejas homosexuales sino que además eludirá -una y otra vez- construir un melodrama alrededor de esta pareja, aún cuando ello sería bastante fácil dada su circunstancia.

 

La cinta opta mejor por un juego de espejos que apela a la paciencia del espectador. Así, aquella mujer que casi con lágrimas expresaba su “admiración” por la pareja, ahora no soporta la presencia cotidiana de uno de los viejitos en su casa. El hijo de aquellos, insulta también a Ben, no sólo por invadir su cama (una litera) sino incluso por “arrebatarle” a uno de sus amigos. Por su parte George, amante de la música clásica, tiene que aguantar -una noche sí y otra también- las tremendas fiestas de sus huéspedes amenizadas con cumbia.

 

Lo que en principio parecía una buena idea (el matrimonio) termina siendo la razón que los separa físicamente, aunque ambos siguen profundamente enamorados, no importando la mezquindad de sus parientes, empleadores, y de una ciudad, -Nueva York- que pareciera no dejar opciones para los ancianos.

 

Si bien el guión no carece de interés, además de presumir de una admirable elegancia en el rechazo al melodrama más burdo, lo cierto es que la película no se mantendría a flote a no ser por las actuaciones sin tachadura de John Lithgow y Alfred Molina, quienes transmiten convincentemente el cariño que esta pareja se profesa. Ello incluso aun cuando la cámara de Christos Voudouris peca de un extraño pudor al intentar (de las maneras más burdas) ocultar a la pareja besándose.

 

Conversaciones e incidentes que parecieran no llevar a ningún lado revelan su significado con el avanzar de la cinta, especialmente rumbo al sorpresivo final donde, en una escena por demás significativa, una pareja camina hacia el atardecer neoyorquino; una dulce apología a la vida en pareja que no es sino eso: caminar juntos hacia el horizonte.

 

Love is Strange (Dir. Ira Sachs)

3 de 5 estrellas.