No sé mucho del secuestro de Diego Fernández de Cevallos.

 

Pero tengo información de primera mano sobre algunos detalles de la negociación, de cómo fue la liberación y, sobre todo, de su gran actitud humana tras ser entregado.

 

A ellos me ceñiré este día.

 

Los plagiarios lo escondían en lugares cerrados –“apenas cabía en una caja; no podía ni moverme”- y en momentos de riesgo lo movían en un carro de caballistas, en el cajón de abajo, donde se esconden la montura y algo de alimento.

 

Entonces adelanté:

 

-Negocian el pago de cinco millones de dólares.

 

Cincuenta millones de pesos de la fecha.

 

Eran delincuentes “profesionales”, describe en pláticas el Jefe Diego.

 

A los datos:

 

El viernes 14 de mayo de 2010, Diego Fernández de Cevallos llegó a su rancho La Cabaña y, cuando descendía de una camioneta manejada por él mismo, fue encañonado.

 

Él intentó defenderse, y le dieron un cachazo en la cara.

 

Sangró abundantemente.

 

A insultos, los secuestradores lo interrogaron si tenía algún chip puesto, le pasaron aparatos, detectaron el chip, se lo extrajeron, lo vendaron en la oscuridad y se lo llevaron.

 

El sábado 15, el entonces subsecretario Roberto Gil Zuarth estaba espantado en el aeropuerto de Mérida.
-¿Es para distraer la elección?

 

-No, ¿cómo crees? Te regalo Mérida por la vida de Diego –me contestó, y no se quedó a las elecciones yucatecas.

 

“LE FALTAN HORAS AL DÍA PARA SEGUIRNOS QUERIENDO…”

 

Pasó el tiempo.
Cuando por fin hubo acercamiento con los secuestradores –están ligados con la guerrilla, decían los cuerpos de inteligencia-, tuve información privilegiada.

 

Guerrilla, pienso ahora, pero chilena, pero no mexicana ni ligada al Ejército Popular Revolucionario (EPR), como se intentó distraer en su momento con fotos, y Diego Fernández de Cevallos, con un periódico de la fecha.

 

Las demandas de rescate llegaron a ser de 50 millones de dólares.

 

Cuando avanzaron las pláticas, di el avance:

 

-La negociación se cierra en cinco millones de dólares.

 

Sigue siendo la cifra de referencia.

 

Cuando se pagó el dinero, se pidió al negociador Fernando Antonio Lozano Gracia acudir a un tramo de la carretera México-Toluca, para esperar al Jefe Diego.

 

Debía ir en un vehículo sin celular, sin papeles, todo lo cual fue certificado.

 

Movieron a Lozano Gracia varios kilómetros –todo supone en terrenos aledaños a La Marquesa-, y cuando apareció Diego, los dos deberían dirigirse sin ningún movimiento de sospecha hacia Las Lomas, en Paseo de la Reforma.

 

Llegaron ahí cerca de las 10 de la mañana, el sábado 18 de diciembre de 2010, Diego saludó a sus colaboradores –“¡hola, muchachos! Déjenme hacer una llamada y luego los veo”- y entró a su oficina.

 

Marcó a su esposa y, cuando escuchó la voz de ella, cantó una composición famosa de Marco Antonio Solís, escuchada múltiples veces en cautiverio:

 

-Le faltan horas al día/
para seguirnos queriendo/
apenas fue mediodía/
y ya nos está amaneciendo/
sólo nuestras almas saben/
qué es lo que está sucediendo…

 

¿POR QUÉ TEME MÉXICO A DELINCUENTES PELIGROSOS?

 

El diálogo debió esperar.

 

Siempre fuerte, ese día la voz se le quebró a Diego Fernández de Cevallos, y ambos lloraron en los dos extremos de la comunicación telefónica.

 

Recuerdo esta historia ahora que 24 HORAS profundiza sobre la permanencia en México del Comandante Emilio, el chileno Ramón Alberto Guerra Valencia, quien llegó a delinquir, y lo hizo durante años con entera libertad.

 

Una de sus víctimas, me aseguran integrantes de cuerpos de inteligencia mexicana con base en el modus operandi del sudamericano, fue Diego Fernández de Cevallos.

 

¿Y cómo, se pregunta uno, las autoridades pretenden entregarlo sin hacerlo pagar en México los delitos cometidos en El Bajío, de San Miguel de Allende a El Marqués, de Guanajuato a Querétaro, con extensiones a San Luis Potosí, Hidalgo y Puebla?

 

Y peor: ¿por qué teme México a tener reos peligrosos?

 

 

aarl