Algo insólito se palpa desde hace algunas semanas en las calles de la Ciudad Luz, famosa no sólo por su belleza y su infinita oferta cultural, sino también -y para los turistas japoneses, sobre todo- por la manifiesta falta de amabilidad de sus habitantes. La gente empezó a sonreír colectivamente, se muestra más alivianada que nunca. El clásico parisino malhumorado que se queja de todo permanentemente, fiel a su legendario pesimismo, parece estar enterrando la esencia de su personalidad.

 

Me dirá usted, estimadísimo lector, que es totalmente normal porque llegó el verano y con el sol se dispara el nivel de serotonina y dopamina que tanto influyen en nuestro estado de ánimo. Y yo le contestaré que en años pasados también tuvimos periodos estivales espectaculares, no obstante la angustia seguía marcando los rostros de los cabizbajos capitalinos.

 

¿Cómo explicar entonces el fenómeno, este soplo de aire fresco que recorre París y toda Francia? Luego de tantos años de depresión, miedo al terrorismo y penuria económica, estamos observando, sin duda alguna, “el efecto Macron”, que de hecho ya traspasó fronteras.

 

Con sólo 39 años de edad y casi novato en la política, el liberal reformista Emmanuel Macron conquistó la Presidencia de la República enarbolando la confianza salpicada de optimismo en la capacidad creativa y empresarial de sus compatriotas, eso sí, siempre exhibiendo una sonrisa que brilló como una estrella durante largos meses de campaña electoral. Hizo de esta ruptura de inercias, de la esperanza en una Francia renovada y poderosa en la escena internacional, la pieza fundacional de su proyecto.

 

Si antes ver sonreír a un francés era una rareza, ver sonreír a un político francés entraba en la esfera de lo puramente imaginario. Moraleja: la sonrisa, la expresión facial más contagiosa, es la mejor arma de los mandatarios en un país invadido hasta hace poco por un monstruoso desaliento.

 

Macron lleva poco más de dos meses en el poder y logró proyectarse como un nuevo líder del mundo libre. Culto, “cool”, moderno, cosmopolita, pragmático, arrancó suspiros del planeta, del G-20, G-7, la OTAN, la Unión Europea, y lo que resulta aún más heroico, consiguió que los propios franceses se hayan hartado de su mítica insatisfacción.

 

La macromanía se extiende como la pólvora por Europa. Ser francés vuelve a estar de moda. Todas las miradas se dirigen hacia París, donde un joven y carismático mandatario dibuja un nuevo mapa anímico del Viejo Continente.

 

No se dejó intimidar ni por Putin ni por Trump, los machos alfa del populismo global. Al contrario, deslumbró a ambos, además en su propia cancha, con el manejo más que perfecto de los gestos, los símbolos, la puesta en escena.

 

Para el encuentro del hombre fuerte de Rusia eligió el emblema más suntuoso de la grandeza de Francia: el Palacio de Versalles. Para Trump desplegó la alfombra roja en escenarios no menos majestuosos: el Palacio de los Inválidos, donde descansan los restos de Napoleón Bonaparte, la Torre Eiffel y, por supuesto, no podían faltar los Campos Elíseos el día del tradicional desfile militar del 14 de julio, fiesta nacional de Francia. Lo hizo a sabiendas de que el ocupante de la Casa Blanca adora los fastos, la fuerza, las paradas militares. Consiguió dejar boquiabierto a quien parecía un contrincante, por sus simpatías nacionalpopulistas y por su reticencia a aceptar los nefastos efectos del cambio climático.

 

Ahora bien, ¿qué frutos han dado todos estos movimientos de las piezas de ajedrez macroniano? Ya tenemos uno muy concreto: el índice anual Soft Power30, publicado por la agencia de comunicación británica Portland asegura que la Francia de Macron se ha convertido en el país más influyente del mundo en el campo del llamado soft power, es decir, la capacidad de convencer y transmitir ideas a través de los medios no coercitivas, como la cultura o la economía.

 

Suena maravilloso. Ahora sólo falta que el flamante Presidente no defraude las expectativas.

 

caem