LOS ANGELES. El sueño de convertirse en parte integral de Estados Unidos a pesar de haber entrado por la puerta de atrás, transforma a los dreamers en invisibles pero también en verdaderos luchadores.

 

Deisy Caro acaba de sacar un permiso de trabajo y cursa estudios universitarios gracias a programas federales de alivio migratorio. Pero sus padres siguen viviendo en las sombras, trabajando por poco dinero y cuidándose de no cometer infracciones que puedan atraer a la policía por temor a ser deportados.

 

“Ha sido algo agridulce”, dice emocionada la mexicana de 31 años al hablar del giro positivo que dio su vida al acogerse en el 2013 a un programa de suspensión de las deportaciones de los “dreamers”, como se denomina a las personas que fueron traídas al país ilegalmente cuando eran menores.

 

Caro sacó su licencia de manejar, dejó de trabajar cuidando niños en Delhi, en el norte de California, y está realizando uno de sus más grandes sueños: ir a la universidad.

 

“Mis padres están muy contentos, tengo mucha suerte de tener padres maravillosos”, expresó la muchacha, que llegó a Estados Unidos a los cinco años. “Pero (ellos) siguen manejando sin licencia, tratando de hacer las cosas bien” para no ser pillados viviendo en el país ilegalmente, agregó entre sollozos.

 

Para muchos de los 5 millones de inmigrantes como Caro que pueden acogerse a los alivios migratorios del presidente Barack Obama, esos programas son una solución parcial a sus problemas, pues los benefician a ellos pero no a sus familiares.

 

Armando Ibáñez confiesa sentirse “frustrado” y “estancado” porque no ha podido arreglar su situación, mientras que su hermano menor Oswaldo Salmerón sí pudo hacerlo.

 

“Siento como como que debo de tratar de dar lo mejor de mí para que todo esto no sea en vano, porque tengo más oportunidades que mi hermano. Voy a hacer esto por él y por mi familia”, dijo Salmerón.

 

De acuerdo con un estudio del Pew Research Center realizado en el 2011, 16,6 millones de personas viven en familias con miembros con estatus legal y otros sin autorización, incluyendo a los 11 millones que viven en el país sin visa.

 

Caro estudia terapia de lenguaje en la Universidad Estatal de California, en Sacramento, desde el año pasado. Regresó a un salón de clases 12 años después de terminar la secundaria. Durante este período, optó por trabajar para ayudar a su padre, ordeñador de vacas que era el único sostén de la familia. Debido a que no tenía permiso de residencia, solo pudo realizar trabajos de baja remuneración, como limpieza de casas, cuidado de niños, empleada en una tienda de video y cajera de pizzería y gasolinera.

 

Ibáñez, por su parte, afirma que los únicos trabajos que ha podido conseguir desde que llegó en el 2000 han sido de mesero y de anfitrión de restaurante. Su madre, Veda De La Cruz, va a cumplir nueve años limpiando de noche el baño y piso de una tienda de abarrotes.

 

“No puedo buscar trabajo en el restaurante que quisiera. Ni siquiera puedo renunciar porque es muy difícil encontrar un trabajo, nunca sabes si van a aceptar documentos falsos”, señaló Ibáñez, quien pese a su estatus migratorio ha comenzado a ir la universidad porque quiere ser director de cine.

 

“Estoy contento de que mi hermano no va a pasar por lo que yo he pasado, de que venga un administrador y te diga que hay problemas con tu número de Seguridad Social y te dé 72 horas para corregir la situación”, manifestó. “A mí me ha pasado esto dos veces y tuve que dejar los trabajos”.