Un legado tan innegable, como que la Premier League es hoy el campeonato más mediático y sólido económicamente, gracias en parte a conceptos aportados por él

 

Un visionario que llegó justo veinte años atrás a las islas británicas, decidido a sacar de las cavernas victorianas a un futbol aferrado a moldes rancios, anacrónicos, deslavados: en la preparación física, en la alimentación de los jugadores, en la planeación de un plantel, en la detección y desarrollo de talentos, en la forma de dirigir a un club, en la relación con los aficionados, en la configuración de colectivos multinacionales, en la priorización de los resultados económicos asumiendo, justo cuando varios clubes en Italia corrían hacia la bancarrota, que el futbol era ya una industria y como tal debía gestionarse.

 

Cuando Arsene Wenger fue anunciado como nuevo director técnico del Arsenal ese 22 de septiembre de 1996, ya existía la Liga Premier y ya estaba muy instalado en Manchester United otro estratega que criaba toda una dinastía con inmensa visión, aunque más basado en nociones de liderazgo y sentido común que de revolución. Este personaje, con más apariencia de académico que se integraba a las aulas de Cambridge o de intelectual que no se perdería los conciertos en la Royal Opera House, emergía con un currículum poco más que discutible.

 

Para empezar, venía del futbol japonés y su única liga en Europa había sido conquistada en el lejano 1988 con el Mónaco. Para continuar, se integraba a un equipo con limitada tradición de respeto al balón; quien quería ver buen futbol en Londres acudía al Tottenham, al tiempo que el Arsenal destacaba por tirar pelotazos, apretar, ganar como se pudiera. Para colmo, era “demasiado francés” (recuérdese la eterna pugna que divide al Canal de la Mancha) y costaba a su afición imaginarlo en un pub con una cerveza.

 

Tan inmediato y fulminante fue su efecto, que un par de años después ya presumía su primer doblete (Premier-Copa FA) y estaba gestando el llamado equipo de los invencibles, ese que pasó toda una temporada sin perder.

 

Sin embargo, los segundos diez años no serían ni remotamente tan exitosos como los primeros. El Arsenal se consolidó como marca y se reforzó con capital extranjero, mas aun así se fue desprendiendo de sus mayores cracks; si en la primera etapa Wenger dejó irse a Overmars, Petit, Anelka, en la segunda quienes se marcharon fueron Patrick Vieira (2005), Thierry Henry (2007), Cesc Fábregas y Samir Nasri (2011), Robin van Persie (2012), hasta formar un boquete que ha alejado a los gunners de levantar otra liga.

 

Al mismo tiempo, ha sido capaz de mantener al Arsenal siempre en el top-4 y participando en Champions League, aunque eso tiene buen rato que dejó de bastar a su afición (máxime, con tan ralas actuaciones europeas: seis años seguidos atorados en octavos de final). De forma tal que en el Estadio Emirates, donde hay hasta dos estatuas con su rostro, es común que se pida su salida; siempre admitiendo su dimensión histórica y su capacidad para crear futbol de autor, pero con evidente hartazgo por la aridez de trofeos y la falta de rumbo.

 

Arsene Wenger ha pasado ya más de dos décadas sentado en ese banquillo. Algo destellante tiene que suceder este año para encontrar motivos para prorrogar una permanencia tan estirada que ya debía haberse roto. En los mejores términos y con gratitud, pero roto.

 

Su misma grandeza, como todo un patriarca gunner, como todo un forjador de la actual Premier League, exige no posponer más algo que parece inevitable y ya por demás necesario.

 

Twitter/albertolati

 

 

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