Recientemente tuve la ocasión de ver a Su Majestad el Rey Juan Carlos I. Sigue con esa sonrisa permanente, con su mirada penetrante.

 

Se le ve algo más relajado, después de 40 años de la enorme responsabilidad de ser el Jefe del Estado de un país, España, que pasó de ser tortuga a liebre gracias al trabajo del monarca.

 

Se esmera Su Majestad en ir erguido, demostrando la dignidad y el coraje de todo su reinado. Porque la historia juzgará a don Juan Carlos como el mejor monarca que España ha tenido jamás.

 

El sólo hecho de conseguir que España supiera caminar por la línea infranqueable de una dictadura de 40 años, a una febril democracia sin derramamiento de sangre, demuestra la relevancia política del Rey.

 

Claro, que no lo hizo solo; Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda y tantos otros coadyuvaron a que don Juan Carlos supiera cómo llevar el timón de la transición a la democracia.

 

Pero hubo un momento de inflexión, donde todo pudo ser derribado. Cuando, a las 6:20 de la tarde, el 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero Molina entró en el Parlamento con pistola en mano, los españoles nos estremecimos por un momento pensando en que se nos acabaría la libertad. Pero ahí estaba de nuevo el apagafuegos de la dictadura, y el Rey se vistió con su traje de Capitán General de los tres ejércitos y salió en una televisión que comenzaba a ser de color.

 

El Rey dijo que nunca más volveríamos a una vida en blanco y negro, a una dictadura; que jamás a los españoles nos arrebatarían la libertad.

 

Don Juan Carlos ha tenido que hacer, a través de sus 40 años de reinado, auténticos saltos mortales para que la nación española descubriera el camino hacia la modernidad. Y lo ha hecho con destreza, con la sabiduría que sólo él tiene capitaneando el barco de España. No hay más que recordar las malas relaciones que el entonces Presidente del Gobierno, José María Aznar, tuvo con Fidel Castro en Cuba y con otros mandatarios latinoamericanos o la distancia insalvable enorme entre el presidente Zapatero y su homólogo estadunidenses George Bush.

 

En ambos casos fue el rey Juan Carlos quien tuvo que arreglar aquellos problemas que parecían irresolubles, y que ni la diplomacia podía solucionar.

 

Cuando le pasó la estafeta a su hijo don Felipe, el Rey tuvo que sentirse muy orgulloso de un trabajo bien hecho; con sabiduría y esfuerzo, con inteligencia política y sacrificio.

 

Por eso me parece de una enorme injusticia que la labor de alguien que ha entregado su vida por los españoles le sea juzgado tan sólo por los últimos cinco años. Es cierto que don Juan Carlos cometió errores al final. Sin embargo, incluso ahí, tuvo el coraje de pedir disculpas públicamente.

 

Fue en ese momento, en ese preciso momento cuando realmente me di cuenta de la inmensidad política, humana e intelectual de don Juan Carlos.

 

Tuvo la humildad de reconocer sus errores en público. De todas las lecciones que nos ha dado en sus 40 años, ésta ha sido la que me caló más hondo. A mí y al resto de los españoles. Todavía estoy esperando que tan sólo un político español pida perdón por los errores cometidos. Eso les honraría a los servidores públicos de nuestro país.

 

Hoy, don Juan Carlos vive retirado de las cámaras, dejando hacer a su hijo. Son otros tiempos, son momentos distintos. Sin embargo, yo no puedo más que agradecer a la figura de don Juan Carlos I su total dedicación a los españoles y su lucha por la libertad.

 

Lo único que me gustaría es que los homenajes no fueran en los libros de historia, sino que don Juan Carlos tuviera la dicha de poder verlos. Se lo merece con creces.