Hace unos días, el diputado local en Nuevo León, Samuel García Sepúlveda (Movimiento Ciudadano), aprovechó sus vacaciones para ir a la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya, Países Bajos –o aprovechó su ida a La Haya para irse de vacaciones, según se quiera ver– y denunció ante este tribunal a Javier Duarte por “crímenes de lesa humanidad”.

 

No hay mucha humanidad en un sujeto cuyo gobierno aplicó quimioterapias falsas a niños con cáncer o que compró pruebas de VIH inservibles para la población. Pero el punto central de este texto no es la denuncia en sí, sino el acto de hacerla: sin duda le funcionó a García, ya que varios medios nacionales replicaron la nota, al tiempo que consiguió más de 80 mil firmas para apoyar su maniobra.

 

Maniobra algo estéril en términos jurídicos porque, y cito la nota del semanario Proceso, “García Sepúlveda explicó que la CPI, ante la que México está suscrito, se encarga de judicializar a gobernantes que en sus países no son perseguidos ni sancionados”. El tema con Duarte es que el Estado mexicano –para bien o para mal– ya se encarga de su caso a través del sistema judicial. Por ello, la denuncia en sí fue un acto demagógico.

 

Antes de pasar al punto central, es preciso recordar la definición de demagogia según la RAE: “Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. Continúo.

 

Tras un creciente desuso de la elección por sorteo de servidores públicos desde el siglo XVIII, y hasta hace algunas décadas, había cuatro maneras más o menos identificadas de acceder al poder: 1) ser de familia política –y explotar los contactos familiares dentro del gremio–; 2) construir y mantener –políticamente hablando– una base social numerosa y activa; 3) gozar de un posicionamiento público lo suficientemente firme para construir aquello del paso dos; y 4) los éxitos militares.

 

Si bien estos caminos podían mezclarse, las mencionadas cuatro “rutas” eran una especie de denominador común en los ascensos políticos. Pero en algún momento reciente, ese paso dos dejó de ser estrictamente necesario, y la manera de hacer política por la vía electoral cambió para siempre, justo frente a nuestras narices.

 

¿Qué pasó? La mediatización de la política electoral durante la segunda mitad del siglo XX antepuso la mercadotecnia política a la política de masas –la fuerza ya no solo la daba un mitin masivo, sino también un eslogan fuertemente mediatizado–. Hoy un político puede tener claras sus convicciones, pero si no es capaz de hacerlas atractivas –con todo lo que ello implica–, no existe en términos de competitividad.

 

Este aspecto generó un incentivo torcido: actualmente, primero tienes que ser “famoso” a toda costa, y luego tu posicionamiento probablemente se encargue del resto –eliminar a tu competencia, lograr que tu mensaje se replique, deformar hechos que te lastimen para desacreditarlos, etcétera–.

 

Todos los que nos dedicamos a la política somos susceptibles de caer en esto. Y quien diga lo contrario, está mintiendo –y ello, también es demagogia–. El político requiere una buena capacidad de introspección, y más en estos tiempos de la “sociedad del espectáculo” o lo que me gusta llamar “democracia de Kim Kardashian”.

 

Partiendo de que la demagogia es, antes que nada, engañar a la gente; un caldo de cultivo para comportamientos autoritarios vía prejuicios y/o miedos; y un desdeño progresivo hacia las instituciones debido a su capacidad de tergiversación factual, debemos insistir en su identificación y señalamiento –porque no se puede erradicar–.

 

En el entendido de que hoy no se puede aspirar al poder sin, primero, ser mediáticamente competitivo, abrí una página pública de Facebook. Les mentiría si no admitiera que en más de una ocasión he estado tentado a recurrir en maniobras mediáticas del tipo de Samuel García –ajustadas las proporciones, probablemente lo he hecho; no lo sé con certeza–.

 

La demagogia es una dinámica sigilosa, ya que uno no se percata inmediatamente si incurre en sus formas; pero también es peligrosa porque suele funcionar. Tenemos un problema con la terminología ambigua, pero también con el estudio de sus efectos en la política actual y su mutación a consecuencia de una sociedad hiperestimulada visualmente. Por esto mismo, hoy, el retorno de inversión de la demagogia es más alto que nunca.

 

@AlonsoTamez

 

aarl