En los países del Norte de África, en menos de un año se ha pasado de la llamada “primavera árabe” a una situación de consolidación democrática o todavía informal de las corrientes políticas islamistas. Lo que se inició como una revolución, para unos aplaudida, como ejemplo de lo que los jóvenes árabes más las redes sociales podían conseguir, ha ido derivando hacia una sedimentación en el poder de corrientes islámicas, temidas y anticipadas por otros. De la agitación inicial, sin duda justificada pero políticamente nunca bien definida, se va estableciendo un nuevo sistema sin saber a ciencia cierta si nos encontramos ante un nuevo problema o la solución.

 

Desde el 17 de diciembre de 2010, cuando un joven se inmoló en Sidi Bouziz en Túnez, las protestas que siguieron durante un mes, obligaron a Ben Ali, el que fuera presidente de Túnez, a abandonar el país. Fue el inicio de la “primavera árabe”, el de las revueltas en el norte de África y países árabes que se iniciaron contra la carestía, la falta de empleo, la corrupción. Fueron descubriendo el enriquecimiento de los autócratas, el abuso de poder y todo lo que no por sabido, se estaba ocultando con la represión informativa y bajo la cobija de los intereses y la diplomacia del mundo occidental.

 

La “primavera árabe” se extendió rápidamente a Egipto, provocando la caída de Mubarak. Se consiguió un proceso de reforma constitucional en Marruecos impulsada por el monarca Mohamed VI, que levantó un cortafuegos ante las posibles revueltas. Se levantaron en armas los rebeldes de Libia contra Gadafi, que obligó a la intervención de la OTAN y que no se dio por finalizada hasta hace pocas semanas con la captura y linchamiento del dictador. Las revueltas se han sucedido en Siria, con una cruenta represión que han motivado las sanciones impuestas por la Liga Árabe por no haber aceptado la presencia de observadores internacionales.

 

Hasta el momento la situación sigue siendo crítica, incluso con incertidumbre en Túnez, Marruecos y Egipto donde se han realizado elecciones. Con la primavera árabe está llegando el otoño islamista, que se extenderá a las cuatro estaciones. El fenómeno está por supuesto descontado, lo único que falta saber es con que alcance y consecuencias. La incógnita sigue siendo si se abrirá un periodo de estabilidad, una vez establecidas unas reglas de juego democráticas o será una plataforma beligerante en la frontera Mediterránea de Europa y un incremento de la tensión y el conflicto con Israel.

 

Hasta hoy la situación es que en Siria podría iniciarse una guerra civil como la de Libia, ya que Assad presionado por las sanciones de la Liga Árabe y por los gobiernos occidentales, se encuentra pendiente de un hilo y sigue reprimiendo. En Egipto, el partido Libertad y Justicia vinculado a la organización islamista de los Hermanos Musulmanes, ha sido el más votado en las recientes elecciones legislativas. A pesar de ello pueden tener dificultades en desplazar del poder al ejército que sustituyó al gobierno de Mubarak y por ello reclaman la formación de un nuevo gobierno de Salvación Nacional.

 

En Libia el opaco gobierno del Consejo Nacional de Transición se enfrenta a la milicia islamista y tiene como objetivo reducir la rivalidad entre los distintos grupos tribales que persisten tras la guerra civil y el fin de Gadafi. El gas y el petróleo siguen allí y son la garantía de los pagos a la ayuda exterior.

 

En Túnez y en Marruecos los partidos que han obtenido la mayoría son partidos islámicos moderados y están en condiciones de formar gobierno. En Túnez las elecciones legislativas del 23 de octubre dieron la victoria al partido islamista Al Nahda con un 40% de los votos. A pesar de sus declaraciones de moderación hay fuertes recelos sobre el reformismo constitucional del nuevo gobierno tripartito encabezado por Al Nahda.

 

En Marruecos, las elecciones legislativas del 26 de noviembre han dado la victoria al Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD). Con la reforma constitucional, el monarca debe nombrar primer ministro al representante del partido más votado. En estos países los partidos islamistas moderados proponen regirse por la ley islámica o sharia, aplicada a la economía (la prohibición de la usura o el interés y la responsabilidad social de las inversiones) y con fuertes retrocesos en la igualdad de género. En los países islámicos tradicionales la ley islámica es la única fuente del derecho y va más allá de la regulación de la vida privada.

 

Los dictadores y autócratas del pasado, sirvieron de tapón para la mezcla de conflictos tribales, religiosos, sociales, políticos y fronterizos. Rota la contención, difícilmente se puede reintroducir la mezcla en el recipiente. Y aunque no se trate de esto, la conformación de un nuevo poder político, democrático y sobre supuestos sociales y económicos configurados sobre la base de la ley islámica, además de ser difícil, corre con el riesgo de establecer una nueva autocracia legitimada por las urnas. Si bien la fórmula de la “arabización”, por razones económicas y políticas es inconcebible, no es imposible imaginar en estas nuevas democracias la larga sombra de su neoprotectorado. Aunque no hay riesgo de iranización de la zona en el sentido del integrismo chiita, podría ser más de orientación sunita que es el de los Hermanos Musulmanes de Egipto y con un proceso parecido al de Turquía aunque con secuencias distintas. Después de la revuelta de la primavera árabe, con el otoño islamista se está configurando un nuevo tapón. Parece inevitable la senda desde la autocracia civil-militar, a la democracia formal religiosa-militar, la duda ya no es sobre el islamismo sino sobre su grado de implicación en la regulación de la vida pública.

 

 

• Director de Foreign Affairs Latinoamérica