Una de las frases más célebres del autor y educador afroamericano, Booker T. Washington, señala que “el éxito debe medirse no por la posición a la que una persona ha llegado, sino por el esfuerzo que puso en triunfar”. Y eso es justamente lo que ha logrado la joven directora de orquesta mexicana Alondra de la Parra: éxito. Pero uno que nadie le ha regalado, sino que ha sido conseguido a base de tesón, de lucha, de abrir caminos y romper con estereotipos.

 

Lo anterior viene al caso porque, al igual que en el cuento de los cangrejos mexicanos – que impiden que quienes quieran triunfar y salir de la mediocridad lo hagan-, tal pareciera que para muchas personas en nuestro país está prohibido, no es correcto y no es posible que una mujer sobresalga, tenga éxito y sea reconocida por sus logros, trátese del ámbito que sea.

 

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Eso le sigue ocurriendo, de manera incomprensible e injusta, a De la Parra, particularmente en ese nuevo “sistema judicial” cibernético lleno de anarquía en el que se han convertido las redes sociales. No importa que recién haya ofrecido en el Auditorio Nacional un extraordinario espectáculo, en el que dirigió a la Orquesta Filarmónica de las Américas con la musicalización en vivo de uno de los grandes y más complejos musicales de Hollywood, Amor sin Barreras, y que los casi 10 mil asistentes al mismo la hayan aclamado de pie y se le hayan entregado por completo en recompensa a su talento.

 

Tampoco importa que lleve años siendo una de las más importantes embajadoras culturales de nuestro país y que lleve la música de nuestra tierra a ser conocida –y reconocida- por diferentes culturas del planeta a través de varias de las mejores orquestas del mismo.

 

No. Lo que importa es golpear, criticar, desmerecer y señalar, aunque no se tengan argumentos válidos con los cuales sostener las acusaciones. Antes, durante y después del evento en el Auditorio, leí en redes varios comentarios en los que se le criticó y se puso en duda su capacidad como directora, acusándola de ser una “niña rica” que se “compró su orquesta”; de estar “apoyada por Televisa, Azcárraga Jean y el gobierno”; de que sus músicos “no la quieren y por eso tuvo que formar su propia orquesta”; de que “su estilo es poco ortodoxo”, de haber estado casada (y repito, estuvo) con uno de los hijos del ex presidente Zedillo y mil estupideces más.

 

¿De cuándo acá tener una posición económica desahogada y tener éxito es pecado? El “problema” de Alondra es que no es profeta en su tierra… o al menos hay un sector que no quiere que lo sea. No es la única, pero en su caso especial tiene varios “pecados” que, en una sociedad machista, misógina y derrotista son imperdonables: es mujer, es atractiva, es joven, es talentosa y, además, tiene éxito.

 

Derribar argumentos tan flojos, incoherentes y sin sentido es muy sencillo, pero sería casi como predicar en el desierto y pedir que los críticos desarrollen lo que el escritor y filósofo estadunidense Elbert Hubbard señalaba como algo mucho más escaso, fino y raro que el talento: el talento de reconocer a los talentosos.

 

Lo que es un hecho, pésele a quien le pese, es que Alondra de la Parra se ha convertido, con todo merecimiento, en una de las mejores cartas que tenemos como país para darle otra cara de México al mundo.

 

Vibrante, emotiva y carismática, De la Parra y sus músicos ofrecieron un espectáculo que representó, a la perfección, lo que el gran Leonard Bernstein, creador del score de Amor sin Barreras, expresó en alguna ocasión en relación a lo que hace a un artista ser eso, un artista:

 

“La clave para entender el misterio de un gran artista es que, por razones desconocidas, éste entregará su energía y su vida sólo para asegurarse de que una nota siga a la otra… y nos dejará con el sentimiento de que algo está bien en el mundo”. Y lo vivido la noche del 1 de julio, en el Auditorio Nacional, fue sólo una pequeña muestra de ello.