Mi hijo de 22 años está a dieta porque, según él, no quiere ser “un obeso mórbido” (en realidad es un flaco de panza chelera). Pero se le metió en la cabeza que ahora tenemos que comer saludable, y ¿saben qué?, ¡yo no estoy de acuerdo!

 

Por supuesto que me importa nuestra salud, pero me interesa más la economía familiar y su dieta parece un maldito fondo de inversión. Dios, ¿por qué es tan cara la comida saludable? Ayer fuimos a un mercado orgánico y cuando salimos no sabía si guardar las cosas en la cajuela del coche o llamar a una camioneta transportadora de valores. ¡Qué ensartada nos dieron!
Obviamente, mi idea era ir al supermercado normal, como la gente normal a comprar víveres normales: de los de toda la vida y pagar de manera normal. Pero no. Álex dice que quiere desintoxicarse y que debemos cambiar nuestro estilo de vida alimenticio, aunque eso implique que yo tenga que vender un riñón o la matriz para pagar la cuenta.

 
Para empezar, debemos evitar comer animales muertos, completos o en partes. O sea, adiós a todo lo rico. En el refrigerador ya no hay carne, ni chorizo, ni leche de vaca, ni queso, ni crema, ni yogurt ni nada. Ahora sólo encuentras acelgas, arúgula, berro y verdolagas. Un día se me ocurrió comprar espárragos porque pensé que eran lo más saludable del universo… y que no, porque “¡pueden provocar males renales!”.

 
¿Ya ven por qué amo el bistec y las palomitas? Son más ricos y menos problemáticos. A lo que iba es que, cuando entramos a la tienda orgánica, me sentía en Tiffany’s. Parecía una tienda de diamantes. Los jabones costaban 100 pesos porque eran de frutos rojos, de pepino con miel o de aguacate. Yo, por no parecer una aguafiestas, escogí el de aguacate y llevo dos días aplicándolo en rostro y cuello –como dice el empaque de papel reciclado: en armonía con la naturaleza– y no estoy segura de que funcione.

 

Siento que lo que necesito son unos hilos rusos que me jalen la cara de una buena vez o ponerme bótox hasta que explote.
Los mariscos, que son lo más bajo que habita en el mar, aquí en la tierra (concretamente en la tienda gourmet de mi colonia) cuestan como si Jacques Cousteau los hubiera sacado del agua. Álex insistió en comprar pulpo (¿que no es un animal muerto?) que sabía a plástico, así que la próxima vez compraré plástico que sepa a pulpo en la papelería y es más barato.

 
Pechugas de pollo tamaño dinosaurio, leche de almendras –¿las almendras dan leche? –, tortillas de nopal y la famosa kale o col rizada, que tiene más propiedades que Juan Gabriel. Dicen que esta hoja de color verde –que parece hija de un brócoli y una espinaca– tiene más calcio que la leche y más hierro que la carne.

 
Como verán, mi refrigerador ya parece el banco de alimentos de una secta o el Banco de México, con tanto dinero metido ahí.
Se me ocurrió hacer una competencia para ver quién baja más: mi hijo comiendo kale y betabeles deshidratados de 90 pesos (cuando el kilo de betabel cuesta 13) o yo, que tomo una pastilla de fibra y los animales muertos de siempre. ¿Por quién votan?