Hasta no hace mucho, la palabra “nacionalismo” era usada con una carga totalmente positiva, en nuestro país al menos: “Es un gran mexicano, un nacionalista”, escuchabas cuando se rendía tributo a algún figurón. Eso ha cambiado, tal vez porque la nómina de nacionalistas no deja mucho margen a la duda. Trump es uno. La aberración del muro, su autarquismo económico, el veto a ciudadanos de países con mayoría musulmana, son eso: manifestaciones nacionalistas.

 

El Brexit, con la idea falsa de que Europa roba al Reino Unido y la promesa asimismo mentirosa de que el cierre de fronteras acabará con el terrorismo, lo es también. Como lo son las diatribas xenófobas de Marine LePen en Francia y el autoritarismo de Putin en Rusia.

 

Puro impresentable, sí. Y es que el nacionalismo es impresentable. Ser nacionalista no significa querer a tu país, una idea de suyo bastante rara, desde el momento en que un país es siempre una abstracción, un acuerdo. Los países no son, como quiere el nacionalismo, el reflejo de una identidad, ni el territorio de una etnia o cultura. Son, nada más, pero nada menos, sumas de individuos con diversas creencias, hábitos, idiomas, que aceptan convivir bajo ciertas leyes y por lo tanto respetar las diferencias en nombre del bien común. Un bien, además, imperfecto, raspado, como todos los bienes, aunque no como el que promete, otra vez, el nacionalismo, una utopía mezquina que supone que la exclusión, el enconchamiento, cerrar las puertas del castillo, es la fórmula de la sociedad perfecta.

 

Con todo, el nacionalismo sigue concitando simpatías, como hemos visto en la Cataluña contemporánea y entre quienes aplauden al secesionismo en redes sociales. El nacionalismo catalán en el poder ha intentado mutilar el uso del español en una sociedad que siempre fue bilingüe, ha educado a los niños en la idea ruin de que el otro, el español, es el enemigo que ha “robado” a una Cataluña en crisis, y ha terminado por señalar públicamente, en plan de linchamiento fascista, a aquellos que se oponen al discurso único, el de la independencia. Con todo, el discurso vende: “Los españoles no nos dejan votar”, dicen cuando los catalanes llevan décadas votando en plena libertad. Y les creen.

 

Y es que, ya que las identidades únicas no existen, los nacionalismos necesitan definirse por lo que no son: por el enemigo. Contra las patrias se llama un libro de Fernando Savater, filósofo amenazado de muerte por el nacionalismo terrorista vasco. Deberíamos leerlo todos, en estos días de aplauso fácil y victimismo.

 

caem