En política, la fuerza importa –y mucho–. Pero la conciencia que guía y limita ésta, importa exactamente igual. El exceso de fuerza lleva a la intrusión; la falta de conciencia también. La falta de fuerza no lleva a ningún lado; el exceso de conciencia tampoco. Fuerza y conciencia, pues, son dos conceptos que riman; no fonéticamente sino al son de la política.

 

En breve tendremos las elecciones más grandes –más de 3,400 cargos en disputa–, más caras –6, 778 millones de pesos para financiar la política– y más complejas –1.4 millones de ciudadanos ayudarán en la organización– de la historia de México. Toda esquina del diseño puede –y debe– cuestionarse siempre; pero hoy nuestras elecciones –casillas, urnas, conteos, resultados– son sólidas. Si no me creen, pregúntenle al año 1988.

 

El problema de nuestra democracia electoral ya no es –o lo es cada vez menos– la legitimidad del proceso, del vértice mismo –el día de la elección y la presentación de resultados–. Lo áspero hoy es su antes: las campañas. Pero esto es normal en las democracias consolidadas: el contraste, los ataques, los chantajes emocionales e incluso el drama, son materia del antes. Pero no hace mucho, el antes no importaba. Había ganadores designados, no electos. La cuestión no era de elección sino de asimilación.

 

Cuando la escenificación terminó, el mexicano se percató que podía ganar el poder sin ser peón del hacendado político –que, como tal, hoy ya no existe– y valoró, entonces, la competencia. Las campañas empezaron a ser lo que debieron: demostraciones de fuerza pero también de conciencia; de acción presente y futura, pero también de autocontrol retórico y práctico –porque sin éste no puede existir la política–.

 

Las campañas, precisamente, implican un escenario para la fuerza y la conciencia, tanto en políticos como en ciudadanos. Los (aspirantes a) representantes deben mostrar la primera a través de sus ganas de crecer –la volatilidad electoral de estos tiempos no descarta casi a nadie–, y la segunda en la no explotación del miedo o la estridencia –aunque esto contravenga la moda, no apedreemos la política–. Piensen en un candidato explotando el recelo recargado que tenemos hacia los americanos gracias a su presidente, porque datos le muestren que sería un potencial discurso “unificador” y, por ende, políticamente rentable.

 

Por el lado ciudadano, la fuerza se demuestra con presencia en cuerpo y espíritu en el debate público, y después, en el día de la votación –si no votas, estás éticamente amputado, por lo menos para esta fiesta–. Asimismo, la conciencia ciudadana marca a dónde no se debe llegar –a la violencia o al patrioterismo–, pero también le da algo esencial a los mexicanos en tiempos de mentiras: agudeza en su sentido de la desconfianza.

 

Uno de los mayores problemas de la democracia es que ya aprendimos a manipularla. Hoy sabemos que esto se logra a través de distractores: una mentira es un distractor; un insulto es un distractor; la estridencia en general lo es; una acción intrépida no ligada al desarrollo de política pública, también. Lo que no es propuesta clara de futuro, es distractor.

 

A los mexicanos nos van a aventar miles de estos, grandes y chicos, en la campaña presidencial. Todos pensados para hacernos dudar más de la cuenta, enturbiar el ambiente y no hablar de soluciones de fondo para nuestras mayores heridas. No porque la política sea inherentemente maliciosa, sino porque a eso la hemos acostumbrado. Fuerza, pues, para subir la vara, y conciencia para no hacerlo demasiado. Ambas capacidades parecieran ser igual de importantes, tanto en ciudadanos de a pie como en políticos de a Suburban. Pero no.

 

El componente electoral de la política democrática es, por definición, un ejercicio de autoestablecimiento de límites entre sus actores. La conciencia es el único freno de la fuerza; y la política no puede existir en un contexto de fuerza sin contrapesos. México va al 2018 junto pero no revuelto. Los muchos, politizados; los pocos, jugándose sus privilegios. Y lo más importante no será demostrar garra sino mesura, con “m” de México.

 

 

@AlonsoTamez